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Witcomb: Imágenes del país alberdiano, por Matías Farías

Fotografía: Archivo Witcomb
Archivos

En el marco de la muestra La caja y la magia. Un acercamiento al Archivo Witcomb, compartimos un texto crítico sobre el contexto de las imágenes del archivo Witcomb, producido por el docente e investigador Matías Farías.


Witcomb: imágenes del país alberdiano, por Matías Farías

Alberdi resumió en el apotegma “gobernar es poblar” un programa de transformación del “desierto” que requería de una operación política específica, el “trasplante”. Dado que, según se lee en Bases, “el indio no compone mundo”, ni resultaba esperable que entre los trabajadores nativos pudiera surgir un “maquinista inglés”, Alberdi argumentaba que era necesario convocar la fuerza de trabajo europea no absorbida por la Revolución Industrial, como así también a los capitales excedentes de ese proceso para que, combinados con la potencial productividad de grandes extensiones de tierra, la tarea inconclusa en mayo de 1810 pudiera completarse. Esa tarea no era otra que la constitución de la nación sobre la base de aquello que para Alberdi esencialmente la definía como “moderna”: un mercado en condiciones de asociar individuos, multiplicar intercambios y reunir intereses para producir, de ese modo, la “riqueza de las naciones”.

“Gobernar es poblar” delineaba un horizonte, pero requería de actores que lo convirtieran en principio organizador de la vida social. Alejandro Witcomb (1838-1905) fue tal vez uno de sus más originales intérpretes. Reunió casi todas las características del sujeto anhelado por el programa alberdiano: de origen inglés, la construcción de su capital se sostuvo en la búsqueda de expansión y sofisticación de un mercado específico, el fotográfico, para el cual incorporó novedosas fuerzas técnicas y productivas. Así se convirtió en un singular agente de modernización social, en un periplo que incluyó desde la producción de fotografías de campos y propiedades, vistas del territorio nacional (en especial, de Buenos Aires), imágenes de políticos de renombre y artistas y, en su veta más comercial, retratos fotográficos. El país mentado en Bases de Alberdi se hizo biografía con Witcomb y se pobló con imágenes producidas en su estudio fotográfico, cuyos destinatarios eran las clases altas porteñas, pero también incluía a aquellos sectores a los que le prometía, a través de los avisos publicitarios en Caras y Caretas o El Mosquito, eso a lo que antes solo accedían reyes y nobles: un retrato.

Si es cierta la hipótesis de Gisele Freund que afirma que el descubrimiento y expansión de la fotografía se vio impulsado por la demanda de retratos por parte de la burguesía en ascenso, podríamos decir que el estudio Witcomb cumplió un papel destacado en el capítulo argentino de esa historia, pero no solo porque abasteció esta demanda, sino sobre todo porque contribuyó a legitimarla, esto es, a construir a la propia burguesía en un grupo social retratable o digno de representación. De este modo, en el mismo momento en que la fotografía comenzaba a ponerse al servicio de dispositivos de identificación delictual para los sectores populares, la Casa Witcomb, junto con el teatro o la calle Florida, se convirtió en un espacio de autorrepresentación de esta clase.

Se entiende así que la notable factura de las fotografías que integran esta exhibición no haya sido únicamente el resultado de esfuerzos técnicos dedicados al registro fiel de los fotografiados, o de un acontecimiento estructurante de sus biografías, como bodas, comuniones o distintos aniversarios. Lo que estas imágenes también dejan ver es el intento de acercar a quienes son retratados al ideal mismo de la representación. En la fotografía producida por el estudio Witcomb la pintura parece funcionar como cita mayor de autorización en la construcción de ese ideal de representación (de hecho, Witcomb seguía ofreciendo a sus clientes selectos retratos al óleo y al lápiz). Sin embargo, ello no implicaba que la fotografía fuera concebida meramente como la versión degradada de la pintura, sino más bien como un producto dispuesto a disimular el acto mecánico que le daba origen si conseguía prolongar en las imágenes reveladas los dones “auráticos” del arte. En este sentido, en Witcomb pintura y fotografía mantienen un diálogo más que fluido, como es notorio en los retratos fotográficos al modo Rembrandt que desde su estadía en Rosario ofertaba a sus clientes, su predilección por las vistas de paisajes (que reproducía en el campo de la fotografía la mayor jerarquización estética de la que gozaban en la pintura los paisajes sobre los retratos), la reproducción fotográfica de obras de arte o incluso la conexión del estudio fotográfico con las exposiciones de pinturas que desembocaron ulteriormente en la creación de la galería del arte homónima. Junto con la pintura, el estudio Witcomb toma en préstamo procedimientos propios del teatro, como se vislumbra en la voluntad de estetización de los retratos fotográficos a través de las cuidadas escenografías y los pulcros vestuarios utilizados en los álbumes familiares. En suma, el estudio fotográfico como espacio de autorrepresentación burguesa legitimado por el ideal de representación artística constituirá un dispositivo que, con el abaratamiento de los costos de la fotografía, se multiplicará en los barrios para retratar las historias familiares de otras clases sociales que las que solían frecuentar el estudio Witcomb, cuyos clientes eran, entre otros, las familias Martínez de Hoz y Senillosa.

Al garantizar a las clases propietarias el acceso al ideal de la representación artística, Witcomb se colocaba a distancia de las críticas que este mismo grupo social recibía en este período no solo desde los ámbitos obreros, sino también desde las “ideologías del artista” propias de la escritura modernista o, incluso, del ensayo positivista. Estas críticas ponían en entredicho que la burguesía estuviera en condiciones de ejercer el poder de la representación en virtud de su predilección por los intereses materiales antes que por el “ideal”. Lejos de estos cuestionamientos, en el estudio Witcomb ese grupo social era invitado a posar para dejar impreso en el negativo fotográfico su aspiración de volverse recordable y para adueñarse ahora también de su imagen a partir de un artificio que mostraba la continuidad entre el ser y el aparecer de los individuos de esta clase social. Dicha continuidad entre esencia y apariencia garantizada por el uso de luz plena sobre el cuadro (si todo está iluminado, nada puede ser ocultado) terminaba componiendo una escena de simulación pactada entre retratados y retratistas que se ubicaba en el revés de la trama de una preocupación epocal: la de la simulación no pactada o imprevista de sujetos o clases sospechados de encubrir con sus apariencias fines que atentaban contra el orden legal, o deseos de ascenso social supuestamente incompatibles con la procedencia del simulador, cuyo desciframiento terminó siendo confiado a la criminalística emergente del período o a la literatura naturalista.

Esta continuidad entre el ser y el aparecer producido como efecto del artificio fotográfico habilitaba de todos modos, incluso al interior de este proyecto comercial, una pregunta que largamente lo desbordaba: ¿hay algo más allá de las superficies, en este caso, de lo que exhiben las imágenes fotográficas? Si por un lado esta predilección por las superficies comunicaba al estudio Witcomb con el impresionismo literario y el positivismo científico de la época bajo la común premisa de que no existe nada más allá de lo que es percibido por los sentidos –en especial, el de la vista–, por otro lado este controlado sensualismo colisionaba de algún modo con la idea misma de la representación como ideal, en la medida en que la propia imagen fotográfica parecía cancelar la irrupción de cualquier sentido trascendente en condiciones de sostener un más allá de la imagen que lo nutriera de sentido. Si la célebre fotografía de Mansilla producida en el estudio Witcomb, esa misma que multiplicaba en espejos su semblante, redoblaba la apuesta por las superficies con una puesta en abismo del yo artístico, una de las imágenes que integran esta muestra sobresale de la serie para al mismo tiempo exhibirla como tal bajo este problema. Es la imagen de una joven mujer que posa casi abrazada a un espejo, pero que en lugar de orientar su mirada a la imagen narcisa de su rostro y de su clase que sin embargo el espejo proyecta, inclina su cabeza hacia una suerte de tela gobelino que funciona como telón o velo a correr. Si por un lado ese velo corrido es lo que permite mirar la foto como una obra cuya representación ya ha comenzado, por el otro esa zona de incógnita que aún no ha sido descubierta, y que es justamente aquello que la joven mira, se oculta todavía a la percepción otorgando al cuadro un punto de fuga trascendente. Hay algo entonces que ingresa en el campo visual sin ser visto, la manifestación de una lejanía que se oculta en su exhibición; pero el hecho de que la joven mujer oriente hacia ello su mirada da cuenta, en el cuerpo mismo de una fotografía comercial, de que esa alianza entre burguesía y fotografía condensada en el estudio Witcomb estaba impulsada por una avidez desacralizadora en tensión con la pretensión misma de constituir a la representación fotográfica en ideal. Pocas imágenes como esta fotografía muestran de manera tan rotunda cómo en la modernidad la cercanía con alguna instancia trascendente convive con la inminencia de su pulverización.

Por estas múltiples razones, entonces, el Archivo Witcomb se ofrece como una cantera histórica a la que se puede indagar desde múltiples ángulos. A través de sus imágenes es posible pensar cómo una sociedad, o más precisamente los grupos sociales legitimados por el programa alberdiano, hizo suya y condujo hacia direcciones insospechadas una propuesta originalmente planteada en sede estatal, resumida en el apotegma “gobernar es poblar”. Es también una oportunidad para indagar bajo qué condiciones históricas específicas una clase, la burguesía, se alió con cierto tipo de producción fotográfica para volverse “digna” de un tipo de representación antes reservada a reyes y nobles, y, por esa vía, para pensar en el revés de la trama lo que no ingresa en estos encuadres, desde las luchas por la representación que dieron en aquel período las clases populares en las calles con sus organizaciones hasta otras formas vitales de la experiencia social derivadas del “gobernar es poblar”, esas mismas que magistralmente narró Roberto Arlt por ejemplo en “Las cuatro recovas”. Finalmente, estas fotografías permiten indagar el estatuto de las imágenes en la organización de la vida social desde una época, la nuestra, que se singulariza por su compulsión para consumirlas. De este modo, el Archivo Witcomb ofrece claves, pero también preguntas para pensar nuestra historia a partir de un periplo moderno que se desplegó sin embargo según modalidades singularmente argentinas.

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