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Lorena Battistiol

Debates, Pensando en las infancias: experiencias y recorridos

En el marco del proyecto Pensando en las infancias: Experiencias y recorridos, que une al Centro Cultural Kirchner con Abuelas de Plaza de Mayo, integrantes de la agrupación cuyas madres fueron desaparecidas durante la última dictadura militar ofrecen los testimonios de su niñez. Aquí, las vivencias de Lorena Battistiol.

Cuando comencé a pensar en mi infancia me inundaron muchos aromas: el del eucalipto en una olla sobre la estufa, sahumando todo el ambiente en pleno invierno; o el de los 1° de agosto, con el té de ruda que tomábamos religiosamente en ayunas para protegernos mientras mi abuela decía que “julio te prepara y agosto te lleva”. Hace poco me di cuenta de cuánto le dolería decir esa frase cada vez: a mis viejos se los llevaron un 31 de agosto.

Sin embargo, la casa de mi infancia fue un hogar hermoso, siempre lleno de gente. A mi familia le gustaba celebrar, invitar a todos los demás parientes y festejar lo que fuera. Si el festejo era importante, venía algún familiar de Tucumán y lo esperábamos ansiosos porque seguro traería rosquetes, pan casero y alfeñiques.

El primer recuerdo que tengo de la infancia es a upa de mi bisabuelo, cuando nos fue a buscar a la estación Lamadrid del ferrocarril. Yo tenía seis años. Mi hermana mayor, Flavia, se había quedado en Buenos Aires, en la casa de nuestra tía Mercedes. Y con mis abuelos habíamos hecho un viaje en tren de muchísimas horas. Nos encantaba viajar en tren a Tucumán.

También me acuerdo de una vez que llegamos a Retiro, subimos al vagón y, ya sentados, mi abuela advirtió que se había olvidado los pasajes sobre la mesa de la cocina. Salió corriendo de la estación y se tomó un taxi hasta su casa, en José León Suárez. Fue la primera vez que recuerdo haber sentido miedo, ansiedad y desesperación. Todo junto. Por suerte, llegó nuevamente al andén antes de que el tren partiera.

Disfrutamos de ese tren todas las veces que pudimos, hasta que la línea cerró el ramal. La última vez que viajamos fue en 1988, para celebrar un aniversario de bodas de mis bisabuelos maternos. Mi mamá había sido su primera nieta y mi hermana, la primera bisnieta.

De chica me acompañaba un miedo que se repite hasta hoy: temo que alguien ingrese a mi casa de noche. Muchas de las pesadillas de mi infancia tenían que ver con escenas donde quería gritar y me quedaba sin voz, o quería correr y no tenía pies.

Mi abuela fue modista y mi abuelo trabajaba en una fábrica textil. Era muy posible que mi abuelo, antes de cada temporada, consiguiera los colores y texturas de las telas que se iban a comenzar a usar. Mi abuela tenía la facilidad de dibujar y diseñarnos sus propios modelos, es por esto que uno de los recuerdos que tengo es que con sus trabajitos siempre lograba estar a la moda. Pero, también, deseaba fuertemente comprarme algo en un local. Eso era imposible, todo era muy difícil en esos tiempos.

En su máquina de coser, mi abuela tenía “la cajita de varios pisos” —así le decía yo—, donde acumulaba elásticos, botones, agujas para coser a mano o a máquina, tenía el aceite y algún que otro dedal que ella nunca usaba. Pero, también, mi abuela tenía “la lata”, esa estaba adentro de su placard.

“La lata” era redonda, alta y con tapa. Ahí atesoraba, calculo, casi mil botones de distintos tipos y colores. El entretenimiento que más amaba en esos años era el de subirme a la cama grande de mis abuelos —siempre impecablemente tendida— y volcar todos los botones. ¿De qué manera me entretenía con unos simples botones? Los agrupaba por color y, además, por gamas dentro de un mismo color. A ese agrupamiento lo llamaba “familia”, entonces los botones fucsias eran una familia, y los rosa, otra, pero los fucsias y los rosas tenían una relación familiar también. Y había una calle con cuadrados que representaban casas, desde donde cada día salían los botones “papá” a trabajar, los botones “hijos” e “hijas” a la escuela, y los botones “mamás” se quedaban o iban a visitar “casas” vecinas o a otros familiares. Mientras, yo iba haciéndole las voces a cada personaje de la historia; podía pasar horas y horas así.

No le debo nada a mi infancia, siento que todo lo que hice fue porque estaba al alcance. Tenía muchas preguntas sobre mi mamá y mi papá que de a poco se fueron respondiendo. Mis abuelos procuraban armarnos espacios donde hubiese otros niños y niñas con quienes jugar y, cuando no, estaba la mona tití, mascota de una amiga de mi abuela. Con ella jugábamos mucho, hasta que un día nos quiso mostrar una gracia que hacía con un billete y se le cayó. Cuando me agaché para devolvérselo se me prendió de la cabeza. Guardo una pequeña cicatriz en la frente del día en el que rompimos amistad con la mona.

Mi infancia transcurrió entre la bici, los patines, el patio, comer mandarinas en el solcito del jardín, cortar el pasto con mi abuelo o ayudarlo a pintar la casa, elegir vestidos para que mi abuela me los cosiera. Y recibir cada domingo a mi tía y su familia, en una mesa donde el locro, las empanadas y el asado se podían combinar perfectamente. Llenábamos bombuchas y esperábamos en el jardín hasta que pasara algún chico. Y, ya entrando en la adolescencia, me veo corriendo desde el almacén para que el balde de agua no me alcanzara. A los 11 años, también llegaron los “asaltos” en las casas de mis compañeros: organizábamos quién llevaba dulce o salado y bebida, y bailábamos hasta la medianoche.

También recuerdo las clases de folclore en una sociedad de fomento de Boulogne, con los hermosos trajes que mi abuela nos hacía para cada número musical. Hoy los fines de semana acompaño a mis hijes cuando tienen sus partidos de cestoball o fútbol, como antes lo hacía mi abuela con nosotras, en las peñas folclóricas en las que nos presentábamos.

Tuve una infancia sin papá y sin mamá, pero con una familia que ha sabido darnos muchísimo amor. De ellos aprendí a coser, a pintar, a darme maña con los arreglos de la casa, a bordar… me faltó aprender a cocinar como la genia de mi abuela; ese don lo heredó mi hermana. Pero, sobre todo, aprendí a luchar contra las injusticias y a trabajar mucho para lograrlo.

Asumo que tuve una infancia muy feliz.

 

Acerca de Lorena Battistiol

“Mi nombre es Selva Lorena Battistiol y nací en San Isidro en 1976. Mi papá se llamaba Egidio y mi mamá Juana Matilde. Ellos fueron secuestrados en agosto de 1977. Junto a mi hermana mayor, Flavia, fuimos dejadas en la casa de una vecina y, luego, entregadas a nuestros abuelos maternos. Mi mamá, embarazada de seis meses, y mi papá fueron llevados a Campo de Mayo. Hoy vivo en Carapachay, una localidad del Gran Buenos Aires, junto a mi marido y dos hijes, Kiara, de 13, y Juan, de 11, nuestro perro Simón y nuestres gatites Tana y Benito. Soy parte de la Comisión Directiva de Abuelas de Plaza de Mayo.”

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