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“Salud, dinero y amor”, por Cecilia Blanco

Artes Performáticas, El trabajo del artista

Como parte de la propuesta El trabajo del artista del Centro Cultural Kirchner, la socióloga, actriz, performer, directora y docente de teatro Cecilia Blanco reflexiona sobre el presente de los artistas de la escena en tiempos de confinamiento.

Como si estuviera parada en una esquina cualquiera de una calle cualquiera pensando en mis cositas cuando un golpe seco en la espalda me hace aterrizar de boca en el asfalto. Así me siento: sorprendida y un poco perturbada. Como si después de la caída nos arrojaran de una tele-patada y sin chistar, a nuestras casas. Así estamos: atrapadxs sin salida.

Escribo desde el “aquí y ahora” de esta confusión presente sin promesa de futuro. Mientras navego la incertidumbre, intento poner en orden los pensamientos para hilvanar algunas ideas sobre la especificidad de nuestra práctica escénica en torno a la compleja relación entre trabajo y dinero, tensada al máximo en este contexto de pandemia-monotema.

Pero la dictadura de lo único machaca y desvía mi escritura. Insisto en subrayar una obviedad: nuestra vida cambió, radicalmente; estamos solxs y desenganchadxs; no podemos compartirnos ni olernos ni tocarnos. En la nueva escena social, apenas si nos vemos e intercambiamos con nuestrxs iguales pantalla mediante. Apenas si vislumbramos y percibimos lo un poco diverso a la distancia, en nuestras contadas salidas a la calle para hacer las compras. Y ahí nos encontramos, enfiladxs, con los barbijos más inverosímiles made in casa, siguiendo el ritmo de cuerpos enmarcados en el ritual del carril correcto y a la distancia estipulada. Siempre con bolsa en mano, nuestro nuevo pasaporte-disfraz al exterior. Esta nueva escena social —dominada por protocolos paralizantes y el cuerpo cercano como amenaza— deja vacía nuestra escena. No más presencia, toque, charla, fricción, intercambio. No más experiencias escénicas. Así estamos: sin trabajo, sin dinero y sin amor.

De las causas ambientales de la pandemia, de la depredación capitalista del ecosistema, poco o nada se habla. ¿De qué manera modificará la fuerza de la “cosa” nuestras creencias y nuestras prácticas? No tenemos idea, y eso asusta. Yo no sé crear si no es con otros, contagiándome con el hacer de los demás, pensando colectivamente, poniendo juntxs el cuerpo, transpirando, probando, manoseando. Nuestro hacer presupone la grupalidad, el contacto de los cuerpos y unxs otrxs co-presentes que sean partícipes, testigos, cómplices de esas obras, prácticas y/o intervenciones espaciotemporales que generamos. Nuestro hacer y nuestros espacios de producción se clausuraron y ni siquiera sabemos si van a poder volver a ser. El mundo entero se clausuró. ¿Cómo fue posible que lo que ayer hacíamos se volviera impracticable, y que lo que ayer pensábamos inviable se volviera hoy inevitable? ¿Quedarán nuestros cuerpos —esa materia que es duración en perpetuo movimiento, superficie siempre con otrx, aquello con lo que creamos, trabajamos y que es, también, el objeto de nuestras investigaciones— habituados a la condena de la inmunidad artificial, aislados de la contaminación social bajo amenaza de morir al mínimo roce con (en) el mundo? Imposible saberlo.

Yo apenas logro sumergirme en el flujo del ahora y reflotar para el porvenir una vieja fantasía individualista de campo con huerta grande, compañero, hija y comunidad vecina. Pero me llamo al orden y vuelvo a la tríada trabajo, dinero y amor. Y hablo de amor, porque pareciera que el trabajo artístico tiene una doble connotación: es una profesión en cuanto labor (como ocupación que se ejerce a cambio de dinero) y es también una profesión de fe, una entrega, una vocación. Este amor, que se nos impone como una necesidad vital, es el que nos permite tejer tiempos compartidos para imaginar, construir lazos de amistad, abrir otros posibles, proponer modos distintos y crear otros mundos. Es también en nombre de este amor que trabajamos incansable y entusiastamente en nuestros proyectos sin ganar un peso, con una gimnasia envidiable para soportar la precariedad. Asumimos nuestra elasticidad como un valor. Somos especialistas en pasar de un trabajo al otro; somos intérpretes, performers, directorxs, maestrxs, productorxs y publicistas de nosotrxs mismxs. Las posibilidades laborales en un espacio oficial son bocanadas de aire salarial y/o golpes de gracia que nos consienten probar las imágenes fantasmas que hasta ese momento habitaban el terreno de lo improbable por falta de presupuesto. Establecemos intercambios colaborativos de saberes, espacios, objetos, y explotamos también a otrxs artistas sin salario que ofrecen su saber, su tiempo y su energía en nuestras creaciones. Gastamos horas llenando formularios para cobrar subsidios de creación o investigación post factum que en la mayoría de los casos no cubren ni el 20% de los gastos: o sea, autofinanciamos nuestrxs propixs deseos dando clases, actuando en publicidades, haciendo trabajos por fuera del circuito artístico. Somos insumo barato para engordar el FIBA, lxs invisibilizadxs que dan cuerpo al perfil cultural de la Ciudad de Buenos Aires. Cierto es que la creatividad, la autoexplotación y la precariedad son también tendencia en casi todas las formas de trabajo del capitalismo actual. Pero me interesa subrayar nuestra especificidad, es decir, cómo hemos funcionado, cómo hemos socorrido nuestra profesión de fe con nuestro trabajo.

Hoy, el confinamiento desnuda nuestra condición de absoluta fragilidad. En el contexto de la pandemia somos, como muchos objetos que nos rodean en nuestras casas, inútiles o, en el mejor de los casos, mero entretenimiento “liberado” a la virtualidad. Y es aquella flexibilidad de la que hablaba antes la que auxilia a la urgencia económica y, por qué no también, a la angustia de ser el sobrante. Entonces, en un gesto de supervivencia, asumimos de un día para el otro el teletrabajo, dando clases de teatro, de danza, de yoga, de dramaturgia. Debemos adaptarnos a la velocidad de la luz al uso de un dispositivo —que nunca es neutral— y flexibilizar, de nuevo, nuestra “creatividad”. Seguramente, el encuentro mediado sea una oportunidad para descubrir cosas, sacudir ciertos automatismos y experimentar nuevos dispositivos que podrían después (hoy palabra imposible) trasladarse a la escena (¿virtual?). Pero también me incomoda esta precariedad que obliga, que reprecariza, y esta sujeción al medio que pareciera percibirse como ineludible. Parece ser que, aunque el presente no se pueda nutrir de expectativas futuras, igual nos hace hacer. No sabemos ni siquiera qué va a suceder en los próximos quince días —en rigor, eso nunca lo hemos sabido, pero bajo la ficción de un mundo más o menos previsible lo hemos atravesado con ilusión proyectiva—. Es difícil discernir si el teletrabajo tendrá un carácter provisorio o será una postergación indefinida.

Hace poco más de una semana hice un autocasting mientras me mordía la lengua por la bajísima oferta monetaria que había aceptado. Ahora recibo un mail donde me piden fotos de los ambientes de mi casa con ventanas abiertas y luz natural y me preguntan qué modelo de teléfono tengo, si hay trípode, cámara y compañero entre mis objetos. Mi desconcierto es directamente proporcional a la velocidad de metabolización de la industria publicitaria. Yo también metabolizo lo mío: este mes de confinamiento había sido meticulosamente pautado en días y horarios para ensayar un reestreno muy deseado que implicaba un gasto de dinero, trabajo y energía colectiva enorme, todo a costa nuestra. Pero eso ya es parte del pasado, pisado. El presente se lo engulló sin disimulo. Parece que tenemos que aprender a vivir en este presente sin futuro. Un presente ya no líquido, sino licuado. El terreno resbaladizo que pisamos, sin extensión ni tiempo, nos enfrenta radicalmente con eso que creímos haber sido y nos muestra el punto en el que estamos. Estamos en medio de una experiencia estallada que nos toca poderosamente. Quién sabe qué otros ordenamientos, criterios, espacios, presencias, miradas y narraciones habilitará este momento en nuestras operaciones artísticas. Pienso en una poética de la fragilidad, eso si no mutamos en una especie en extinción por falta de trabajo.

En el mientras, nuestro entrenamiento en generar entramados para construirnos entornos afectivos de trabajo —quizás la única dimensión alentadora de nuestra precariedad— está generando una multiplicidad de encuentros, comunidades transitorias, diálogos y agrupaciones que tejen redes de cuidado y contención, que socializan herramientas, diseñan estrategias de visibilización y plantean demandas y alternativas a la situación de emergencia que atravesamos. Es el tiempo veloz de la urgencia.

Estas redes son también modos para no dejar de existir, de decir y de decirnos a nosotrxs mismxs que somos relevantes. Pero también hay otro tiempo, más pausado, para ir transformando en territorio de disputa lo que hasta ahora se daba por descontado. Muchas de nuestras referencias ya no hacen sentido. Por eso, si tenemos que reinventarnos, que sea abriendo, con paciencia, otros interrogantes que nos permitan dejar de identificar la retribución como una suerte de aspiración ilusoria; que nos habiliten a reactivar la potencia política de la acción artística y también que nos permitan repensar nuestra posición como trabajadores de la cultura en el entramado económico-social, para no quedar relegadxs a meros pasatiempos —prescindibles— del presente y del futuro. Sobre todo cuando el criterio de uso que el contexto impone puede transmutar fácilmente en un criterio de utilidad tangible, para definir nuestro hacer sólo como objeto-consumo para llenar el tiempo de descanso.

En lo que llevo de este retiro obligatorio he podido conectarme poco con los procesos creativos en los que venía trabajando o con proyectos a futuro. Y, más allá de las causas obvias de esta especie de parálisis, lo que me pulsa es la pregunta por el sentido de mis prácticas —no por la engañosa utilidad—. La imposibilidad de consensuar ninguna certeza me pone en entredicho. Acepto, no sin dificultades, el desafío. Al fin y al cabo, las certezas también se aprenden, son eso que acordamos dar por cierto a fuerza de machacar con convención y hábito.

Pero quisiera volver, para cerrar, al inicio de este texto, cuando mencionaba la orfandad en la que estamos: sin trabajo, sin dinero y sin amor. Me gusta pensar a la creación artística como un modo de estar en el mundo, como uno de los tantos intentos por mediar con sus (nuestras) asperezas, como una pulsión vital y amorosa que necesita irremediablemente de lxs otrxs para su despliegue. Lo que esta pandemia vuelve aún más inevitable es la pregunta por nuestro compromiso ético, para que, desde nuestro lugar, nuestro intercambio con este maltratado ecosistema abone a un mundo que sea más vivible para todxs aquellxs, humanos y no-humanos, que lo habitamos. Quizás, desde esta condición, podremos también reafirmar con mayor fuerza nuestro derecho a bien-estar con nuestrxs amigxs en nuestras prácticas artísticas.

Mi hija, que tiene poco más de dos años, me dijo hace unos días “mamá, vamos a comprar para comprar”. Quería salir. Comprar como vía de escape. Cuando la escuché, pensé en su ingenua rapidez para definir el fundamento de la sociedad en la que vivimos. Me gustaría poder reemplazar sus palabras con estas otras: “vivir para bien vivir”, aun a riesgo de volver a aterrizar de boca en el asfalto, después de un golpe seco por la espalda.

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