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Promesas y experiencias históricas: reflexiones sobre la independencia

Debates

En este 9 de julio, Día de la Independencia, la historiadora, docente e investigadora Dra. Gabriela Lupiañez (Universidad de Tucumán) reflexiona sobre la idependencia de las Provincias Unidas en Sudamérica como promesa de futuro incierto, a 206 años de la firma del Acta de la Independencia en San Miguel de Tucumán.

Las imágenes forman parte del Archivo General de la Nación.


Promesas colectivas y experiencias históricas. La independencia de las “Provincias Unidas en Sudamérica” como promesa de futuro incierto

La pregunta por la que fui invitada a escribir en este espacio, gesto que me honra, fue formulada en los siguientes términos: ¿qué promesas colectivas fueron forjadas al interior de aquellas experiencias históricas evocadas en nuestras efemérides? Se trata de una pregunta compleja que admite diversas perspectivas de análisis y, por cierto, mucho más espacio del asignado. Trataré de dar pistas sobre un modo posible de responderlas desde mis propias preguntas sobre la experiencia histórica. Estas giran en torno de las comunidades locales con cabildo, los pueblos, verdaderos centros de vida política. Indaga en torno de las respuestas que estos sujetos imaginaron, propusieron y ejercitaron al problema político acerca de quién podía gobernar los territorios de la monarquía hispana y en nombre de quién cuando el rey era prisionero del enemigo francés.

Por otra parte, la pregunta que encabeza este escrito no puede dejar de ligarse al propósito de las efemérides y del uso del pasado que hacen. Historia y memoria son dos modos diferentes de aproximación al pasado. Así, mientras los historiadores se hacen preguntas que cuestionan los sentidos sociales sedimentados respecto del pasado, la construcción de una memoria común requiere de certezas –elaboradas sobre la base de recuerdos y olvidos más o menos conscientes– que nos recuerden por qué motivo somos una comunidad política, cómo nos constituimos en tal y por qué decidimos continuar siéndolo a partir de sentirnos parte de un destino común. Así, el pasado se vuelve un campo de batalla por los usos públicos de la historia. Creo que la(s) versión(es) del pasado que aportan los historiadores, a partir de un trabajo controlado de producción de conocimiento sobre el pasado, puede ayudar a revisar esas certezas y aportar a la discusión de expectativas de futuro compartidas.

Entre esos sentidos sociales sedimentados respecto del pasado, la declaración de la independencia se nos presenta como la inauguración de una nueva nación en el concierto de las naciones. Sin embargo, esa comunidad política nueva que se erigía en julio de 1816 no era expresión de una voluntad nacional preexistente ni de un proceso lineal iniciado en 1810, según señalan los historiadores. Hasta poco tiempo atrás, no todos los pueblos presentes en Tucumán en 1816 habían apoyado la idea de independencia como creación de una comunidad política separada de la metrópoli. Esto lo demuestran las instrucciones que llevaron los diputados a la junta de ciudades reunida en 1810 (Junta Grande) o a la asamblea soberana y constituyente de 1813. Incluso el congreso de 1816 estaba conformado por diputados de algunos pueblos que hoy integran el Estado Plurinacional de Bolivia, mientras otros que no participaron son parte de Argentina hoy: Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe formaban parte de la Liga de los Pueblos Libres junto a la Banda Oriental liderada por Artigas, quienes se oponían a la hegemonía porteña. En este sentido, la celebración del congreso en una ciudad que no fuera la porteña se hacía eco del malestar de los pueblos frente al poder abusivo que había ejercido Buenos Aires sobre los pueblos en su condición de ex capital virreinal y líder revolucionario. A su vez, el gobernador de Tucumán, cargo de origen revolucionario, era el único que había demostrado inquebrantable lealtad a unas autoridades superiores con sede en el puerto, cuestionadas por los pueblos.

Con estos antecedentes no es difícil entender por qué el congreso que declaró la independencia no pudo sancionar una constitución. Una vez declarada la independencia, las discusiones continuaron en torno al vínculo político que debía primar entre las ciudades –confederal o unitario–, así como la forma de gobierno de la nueva comunidad política –monarquía o república–. La disputa irresuelta derivó pronto en el desconocimiento de las autoridades superiores por parte de los pueblos. Separados entre sí, constituyeron en las actuales provincias asumiendo viejos y nuevos poderes. Sin embargo, no abandonaron la expectativa de construir un vínculo común, aspiración que se concretó recién en 1853 con la sanción de la constitución.

Así, la nación argentina como comunidad unificada e indivisible sería una construcción colectiva, una promesa a futuro, que se concretó tardíamente en la segunda mitad del siglo XIX. En julio de 1816, el destino de las proclamadas “Provincias Unidas en Sudamérica” era incierto, en la medida en que se encontraban cercadas por la guerra en todos los frentes de su territorio contra aquel que habían reconocido como rey hasta apenas seis años atrás. De hecho, la propia decisión de declarar la independencia, según los historiadores, fue producto de la urgencia de afrontar la guerra con la asistencia del derecho de la época –convirtiendo en guerra entre naciones la rebelión de insurgentes– y del laborioso trabajo de San Martín en este sentido, antes que de una convicción profunda de los pueblos.

En tanto, al interior de esas comunidades locales y al calor de la revolución, los sectores populares, urbanos y rurales fueron adquiriendo un lugar que no habían tenido antes por su participación en la guerra y en la política. Para muchos esto pudo significar un primer paso hacia formas específicas de independencia, según entienden algunos historiadores. Sin embargo, estas expectativas de un futuro diferente se enfrentaban a los límites de una sociedad heterogénea a la vez que jerárquica y corporativa. Estaba imbuida de un catolicismo que no remitía exclusivamente a un culto sino a un modo particular de ordenar el mundo natural y social que se asumía como verdadero –y exclusivo–, que generaba valores que gestionaban creencias y comportamientos sociales. Un orden que debía ser conservado, no transformado. Una vez diluida la certeza política que configuraba la figura cohesionadora del rey católico, se desencadenó un vacío de poder sin precedentes que derivó en la separación de los territorios americanos de su metrópoli, a la vez que generó entre los contemporáneos serias dificultades para generar proyectos políticos compartidos.

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