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Episodio 4: “Un pliegue”, por Ana Longoni

Debates, Diarios

Un pliegue que se despliega. Dos personas que han pasado la experiencia Covid cada una en su lugar se encuentran en un aeropuerto para una despedida fugaz. Una se queda, la otra se irá. Un no-lugar se vuelve un lugar propio en el abrazo robado a la vigilancia en este texto de Ana Longoni.

¿Cómo será mi piel junto a tu piel,
cardo o ceniza, cómo será?

(Chabuca Granda)

1.

Voy llegando al aeropuerto de Barajas en el aerobús, a la hora señalada. Estarás aterrizando y, si todo sale bien esta vez (la tercera es la vencida), nos encontraremos en un rato dentro de la zona de embarque en la Terminal 4, en el café que elegimos simplemente porque el nombre nos resultó simpático, y lograremos pasar unas horas junt+s, en tránsito, antes de tu vuelo de repatriación a Buenos Aires.

Desde tu última visita, justo al borde del confinamiento, llevamos meses de cuidarnos y acompañarnos amorosamente a la distancia en nuestros mutuos estar-con-covid-lejos-de-casa. Una mañana te conté que había soñado con vos: entrabas a la habitación, te sentabas en el borde de la cama y me decías que habías vuelto a Madrid pero solo por doce horas. “¡Doce horas!”, exclamaste cuando te lo conté. “¿Y por qué voy a ir por tan poco tiempo?”.

Y me deslizaste que la última noche que dormiste en casa fantaseaste con pararte en el umbral de mi dormitorio y mirarme dormir. “¿Avanzo?”, me animé otro día. Y así pasamos poco a poco al experimento de “telecoger”, como lo nombrás vos, que viene resultando ma-ra-vi-llo-so. “¿Te habré contagiado yo?”, me preguntaste una vez. Y respondí: “O yo a vos. Nadie contagió a nadie. Simplemente nos contagiamos”.

2.

Llegan varios mensajes a la vez al teléfono cuando ya estoy parada al lado de la puerta del bus, esperando a que se detenga y abra las puertas. Ansiosa. Sos vos: “Malas noticias. Estoy encerrad+ en el baño y me están llamando allá afuera para llevarme directo a la T4S.” Van dos intentos fallidos de encontrarnos, entre el covid, el brexit, las normativas y restricciones entre países que cambian día a día, y el hecho de que ningun+ de l+s dos tiene pasaporte europeo. Trato de tranquilizarnos. “No te muevas de allí. Llego enseguida. Al menos quiero verte, aunque sea de lejos”. Parezco insólitamente calma en medio de tanta trabazón. Tengo un pasaje-a-cualquier-parte en esa misma terminal, que elegí solo porque era el vuelo más tardío desde esa terminal con un destino dentro del Estado español (o sea, sin quedar en confinamiento obligatorio por llegar desde Madrid, la infecta), pero tengo miedo de que no me dejen entrar tantas horas antes de mi horario de vuelo.

Avanzo veloz en medio de un aeropuerto casi vacío: paso mi tarjeta de embarque por el lector automático y se abre el molinete, sin escollos ni tener que responder preguntas de ningún humano para la que ya había ensayado variadas excusas (que me quedé sin hotel y prefiero estar leyendo aquí que hay aire acondicionado, que me equivoqué de horario y llegué tempranísimo…). Elijo el escaner menos concurrido y todo fluye: esta vez no olvidé ningún líquido de más de cien mililitros en el equipaje. Siento que los pies vuelan cerca del piso al mismo tiempo que los ojos otean, buscando los carteles que me encaminen hacia la zona J. “Estoy al final, encerrad+ en el baño”, me decís en un mensaje de voz. “No te van a dejar pasar. Deciles que venís del Museo, que me tenés que entregar unos documentos”.

Mutando de kamikaze a funcionaria de museo, durante los últimos metros bajé la velocidad y taconeé un poco, me alegré del vestido negro y elegante con redecilla en filigrana por el que opté a último minuto, y me dirigí directo al bunker encarando a los primeros uniformados (de blanco), que resultaron sudacas, y me indicaron que hablara con el policía de fronteras. Era un hombre joven pero calvo, de uniforme azul oscuro, metido en una hermética cabina tras un vidrio blindado. Con una seguridad que desconozco en mí, y que puede ser sencillamente desesperación, mencioné mi nombre y sobre todo mi cargo de alta jerarquía en el funcionariado hispano, e improvisé siguiendo tu estrategia: “Acaba de arribar aquí un+ artista, y necesito entregarle unos documentos del museo que debe llevar a Buenos Aires”. El hombre, policial hasta la médula, reforzó sus palabras con un ampuloso gesto abriendo ambos brazos, al dictaminar: “Esto es una frontera europea y no puede traspasarla”. Me preguntó luego si portaba una tarjeta de autorización del aeropuerto que, por supuesto, yo no tenía ni sabía que existía, y mirándote de reojo o ni siquiera, concedió la gracia: “puede darle los papeles pero sin que ningun+ pase la frontera”.

Busqué lo más parecido a un sobre de documentos que había en mi valija abierta en el piso, al lado de la garita, y me levanté con la bolsita en la que te llevaba los pequeños regalos que había acumulado para vos estos meses: un calzoncillo a rayas, el par de mascarillas que elegiste del muestrario de la cooperativa Las Tejemanejes, una piedrecita de laja negra de los acantilados gallegos, exvotos de miga de pan, una acuarela.

Estabas detrás del vidrio blindado y te veía parcialmente desde este lado de la garita. El policía se desplazó al acceso para controlar el intercambio que tendría lugar en la mismísima frontera. Me sentía en medio de una visita carcelaria. Pero no, no lo era. Allí estabas, precios+. Tenías puesto un sombrero negro y el cabello canoso, largo y suelto. Muy Patti Smith.

Nos dimos ese abrazo infinito, nos besamos una y otra vez con las mascarillas puestas, nos frotamos las narices. El policía (y todos los demás) nos miraban con desconcierto, y luego enfado o desaprobación, perdiendo la paciencia. No te podía ni te quería soltar.

“El abrazo más caro del mundo”, me dijiste al oído, buscando la broma. Yo solo podía sentir tu latido en tres partes de mi cuerpo a la vez, tu corazón a bombazos en mi pecho, en el ombligo y en la entrepierna. Eso me pasa con vos, desatás en mí circuitos de electricidad.

3.

Cuando la mirada (so)juzgadora del policía se convirtió en carraspera indicando que el abrazo fronterizo había traspasado cualquier límite, nuestros cuerpos se despegaron. Me volví al lado europeo y me quedé por allí, observada de cerca por los dos sudacas uniformados de blanco. Fui explorando el sitio, la posición desde la que pudiéramos vernos mejor a través de los sucesivos vidrios, mientras hablábamos por teléfono, hasta que te llevaran. Respirar(nos) cerca. En medio de un aeropuerto semicerrado y desolado, merodeaba vigilada por los uniformados, buscando la posición desde la que pudieramos divisarnos un poquito menos difusa y fragmentariamente. Mientras tanto, hablábamos por teléfono sobre cualquier cosa, pura función fática. Prolongar los hilos del abrazo un instante más.

“¡Vuelvan al avión! ¡Vuelvan al avión!” fue la orden desconcertante que les gritaron nerviosos cuando desembarcaron vos, una madre senegalesa con tres crí+s pequeñ+s, un grupo de pibes tucumanos y el señor mayor y bajito que estaba nervioso porque le faltaba algún permiso. El milagro empezó por la ineficacia. No les habían dado en Londres la tarjeta de embarque del vuelo siguiente, diciéndoles que se las entregarían al arribar, y en Madrid no tenían ni la menor idea. Así, quedaron varad+s en el extremo de la zona J de la T4 que es solo un lugar de paso entre vuelos extraeuropeos.

Un hombre de rojo llegó y empezó a repartir tarjetas de embarque. El final parecía inminente. Pero no: faltaban la tuya y algunas más. Alivio. Un contingente de pasajer+s partió en un bus hacia la puerta correspondiente. El tiempo pasaba y seguíamos hablando de cualquier cosa, en espiral, y los vigilantes aletargados casi se habían acostumbrado a mi presencia sentada en el piso. Desde donde estaba solo veía tus piernas.

De golpe, un cambio de guardia: otro policía de uniforme oscuro ocupa su lugar dentro de la garita. Les pregunto a los sudacas si puedo acercarme más a los vidrios que delimitan la frontera para verte mejor mientras hablamos. Me vuelven a remitir a la autoridad migratoria. Y ya que estoy, pregunto. El nuevo policía escucha mi explicación, completamente sincera: “Estoy hablando por teléfono con alguien que está en tránsito del otro lado, ¿me puedo acercar un poco más al vidrio?”. “¿Y usted cómo está dentro del aeropuerto?”. “Tomo un avión a Palma de Mallorca en un rato”. Dudó un instante. Y después, las palabras mágicas: “Pase, pase”. Un hombre se deja conmover, y la frontera se orada y nos hace un hueco.

4.

Entré a territorio no europeo con mi valija y una tremenda sonrisa. No lo podías creer: “¡Sos bruja!”. Nos acomodamos en un rinconcito sobre la franja señalizada como frontera, y fuimos explorando poco a poco los bordes, los pliegues, las pieles, los olores. Primero hablábamos parad+s, después nos sentamos, se enredaron las manos, jugamos, nos corrimos las mascarillas para furtivos piquitos y alguno que otro beso de lengua.

Al rato llegó otro hombre de rojo y se llevó a la madre senegalesa que cargaba una bebé en la espalda, un niño de tres o cuatro años, que no paraba de gritar, amarrado con una correa, y el mayor, de cinco o seis, de la mano.

Van quedando cada vez menos personas alrededor. Los tucumanos consiguen agua caliente y hacen mate. El hombre mayor tiene miedo de que lo dejen varado y persigue a los uniformados.

Nos acomodamos sobre el suelo frío, y te propuse hacerte unos masajes: la espalda, los brazos, las manos, el cuello, el cuero cabelludo, los pies. Cuando te empecé a sacar los zapatos (los cordones de colores distintos), me anticipaste la monstruosidad de uno de tus pies. Recordé lo que escribió Kafka sobre el defecto que nos hace bell+s (la membrana natatoria que se abre entre los dedos) mientras acariciaba esos pies sutilmente desiguales. Incluso te encremé la piel seca de las piernas. Me tocó el turno de masajes a mí y te conté la historia de cada una de las cicatrices de mi pierna izquierda, las evidentes y las invisibles. Y hubo tiempo para proponerte acomodar tu cabeza en mi regazo y acariciarte el pelo, las cejas espesas, el borde de los labios finitos, las pecas.

Olvidarnos de todo lo demás, de tod+s l+s demás. Del mundo, del tiempo. Las pocas personas que quedaban por allí (los policías, los tucumanos, el viejo) nos miraban entre incrédulos y divertidos ante el despliegue de nuestro campamento. Los trapitos en el piso para que no se enfríen ni tu espalda ni mi cola, el pomo de crema, las pastillas que intercambiamos, el improvisado almuerzo con agua de la canilla y snacks de la única máquina expendedora del lugar. Ranchear con vos en la frontera de un aeropuerto semiclausurado: nuestro mejor no-lugar en el mundo.

5.

Me levanto para ir a hacer pis. ¿Me dejarán traspasar la frontera? Están distraídos. Allí voy. Salgo del baño y estás del otro lado de la puerta. Hay al lado un baño de discapacitad+s que no tiene puertas delatoras. Allí vas. Allí voy, un instante después. Huele a caca, me decís. Qué nos importa. Solo quisiera apagar la luz, pero no se puede. Te sacas la camiseta con olor a nuevo. El vestido telaraña es un poco más complicado y se enreda, pero pronto cae al piso.

Cuando nos asomamos, media hora después, un nuevo uniformado está repartiendo otra tanda de tarjetas de embarque. Te ligás un reto. Un bus se lleva a los tucumanos y al señor mayor hacia la Terminal 1. Viajan por Aerolíneas, no es tu vuelo. Te dicen que sigas esperando, que ya pasarán por vos.

El policía conmovido habrá pensado que iban a ser cinco minutos, hasta que te vinieran a buscar o nos cansáramos de hablar, pero no. Nos encontró allí instalad+s seis horas después. “¿Aún estáis aquí?”

“Qué suerte que tu vestido es corto”, tu mano por allí. Otra ventaja de la telaraña, que había estrenado cuando me preparé fallidamente para ir al aeropuerto a buscarte el 1º de julio y un rato antes, ya en la calle, me avisaste que no te dejaban embarcar. Al día siguiente nos íbamos a Galicia. Nuestro segundo intento fue en agosto, ya habíamos acordado que iría yo a Londres un fin de semana y hasta conseguiste un departamento prestado. Pero mi amiga del consulado me escribió con la noticia de que desde ese día no se podía volar desde España a Gran Bretaña.

6.

“Mi barba tiene tres pelos”, cantamos. Son las nueve de la noche y solo quedamos nosotr+s dos y el hombre otrora conmovido, que parece habernos olvidado. Nunca aparecieron a buscarte ni trajeron tu tarjeta de embarque. Empezás a fantasear con quedarnos la noche entera allí, sin dar alerta, y perder ambos aviones. Me gusta el plan, pero un resto de mi maldita cordura se activa y te convenzo de advertir al policía que te han dejado abandonad+. Nos mira alucinado. Bufa contra la compañía aérea, pero finalmente llama por teléfono.

Nos estamos besando otra vez cuando llega otro hombre de uniforme rojo, que está terminando de atarse la corbata mientras camina. Se dirige a mí extendiéndome la tarjeta de embarque. Corregido el equívoco, te lleva a tomar un bus. No conoce el código abrepuertas. Se empantanan un buen rato esperando, pero ya no te veo. Mientras tanto, estoy corriendo hacia mi puerta de embarque, y de paso intentando conseguir algo para comer antes de tomar el avión. Todo cerrado, todo desierto. Muchas horas después, cuando llegues finalmente a la puerta de tu casa porteña a pasar dos semanas de confinamiento, te darás cuenta de que vos tampoco llevás encima las llaves.

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