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Episodio 4: “Braulio y Norma”, por Mariana Enriquez

Diarios - Marzo/Abril 2020 - El miedo en todas partes

Debates, Diarios

Diarios - Marzo/Abril 2020 - El miedo en todas partes

Maestra del terror contemporáneo, Mariana Enriquez construye en su última entrega un cuento perturbador ambientado en un presente incierto de la pandemia. La línea delgada entre cuidar y controlar se ha difuminado y los guardianes están desatados. Una vez más la potencia de sus ficciones aparece detrás de la puerta y nos muestra el lado macabro de las acciones cotidianas.

 

Nuestros edificios son espeluznantes cuando se los ve desde la calle. Sé que hay gente que acelera el auto y el paso cuando pasa cerca: los llaman “las torres de Alberdi”. No son peligrosos, sin embargo. Todo lo contrario. Los departamentos son amplios, luminosos, con pisos de madera, terminaciones elegantes, puertas que, aunque tienen sesenta años, cierran con la precisión de un mecanismo refinado. Los espacios comunes son preciosos, hay juegos para chicos, pequeñas plazas con bancos y terrazas amplias. Cierto: de lejos hay algo amenazante en el complejo, será la arquitectura brutalista, la cercanía con la autopista, es un paisaje hiperurbano. Toda la mala reputación, sin embargo, es pura ignorancia. Nuestros edificios en el sur de la ciudad, casi en el límite con el conurbano, son más tranquilos que un barrio privado de zona norte. Cuando se anunció la cuarentena le dije a mi hermana (vivimos juntas, solas): “Qué suerte que nos haya tocado este edificio. Unas afortunadas”.

“¡Privilegiadas!”, agregó ella.

Ahora se lo recuerdo seguido. Aquello de habernos llamado “privilegiadas”.

En mi edificio –el complejo tiene dos torres en total– vive una pareja de jubilados, jóvenes, de menos de setenta años. Siempre fueron, en el chisme comunitario, por lo menos misteriosos. Nadie sabe exactamente de qué trabajaban antes de la jubilación y todas sus interacciones con los vecinos son al menos peculiares. Él se llama Braulio. Hace un tiempo se pasó tardes enteras recorriendo la terraza porque, decía, algo golpeaba toda la noche, no podía distinguir qué, si la tapa del tanque, si una chapa suelta, si un loco batiendo parches, si un animal atrapado en algún caño. “Una rata gigante”, le dijo a mi hermana. “Son más comunes de lo que la gente cree. Hay mucha desinformación”. Ella estaba tomando sol en la terraza, en una de las reposeras. Dice que la mirada de Braulio la obligó a juntar la crema, la toalla y huir casi corriendo. A la noche, cuando llegué de trabajar, la encontré tomando vino en el sillón y quise saber si él la había acosado, si se había puesto baboso, degenerado. “Para nada”, me contestó. “Ni me miró. Además, estaba con los anteojos oscuros. Fue amenazante pero de otra manera”.

Mi hermana no es exagerada así que tomé nota. Me quedé pensando en los anteojos oscuros. La mujer de Braulio también los usa todo el tiempo. No sabemos qué color de ojos tienen. En realidad, suponemos que tienen ojos, pero nunca se los vimos.

Mi anécdota con la mujer, que se llama Norma, es también extraña pero más comprensible. Tocó el timbre una mañana. Ahí estaba cuando abrí la puerta, con sus manos grandes, la piel pálida y anteojos como de Jackie Kennedy. Su ropa era un lío de elegancia y despropósito: unas ballerinas preciosas, de cuero y un azul delicado, pero combinadas con medias panties agujereadas; una pollera de lana en un día de calor con una camisa de seda manga corta, blanca y de calce perfecto. Lo mismo con los –muchos– anillos: algunos eran de plástico, comprados seguramente en tiendas baratas para adolescentes, y otros de oro, con brillantes que, si no eran auténticos, lo disimulaban con mucha autoridad.

“Le vengo a pedir un favor”, dijo. El perfume que usaba era agradable pero su aliento apestaba. No pude verle los dientes porque los ocultaba bien pero mi impresión fue la de una boca podrida. “No escuche la radio tan alto a la noche, no puedo dormir”.

Me quedé paralizada. No solo nunca escucho radio de noche: no escucho música. Es decir, lo hago con auriculares. Mi vecino es médico y se levanta muy temprano. Además Norma y Braulio viven en el 7° piso. Nosotras en el 4°. Solo una fiesta salvaje podría molestarlos. Como no supe qué decirle, le aseguré que no se iba a volver a repetir. Se fue sin decir gracias, arrastrando las ballerinas.

Una vez, en el ascensor, mi vecina pendeja y simpática, Agustina, la chica del pelo verde, contó que la vio a Norma con una gallina. Viva. Estaba horrorizada. ¿La habrá usado para comer? Mi hermana, arreglándose el protector de ojeras en el espejo, insinuó: “Esos viejos hacen rituales. Tienen toda la pinta”.

La verdad, no pensamos mucho más en ellos. Todos los edificios tienen sus locos.

***

El anuncio de la cuarentena nos llenó de alivio y ansiedad, pero pudimos dormir. Por la mañana, todos los departamentos de nuestra torre amanecieron con un papelito escrito a mano, pasado por debajo de la puerta, que invitaba a una suerte de reunión de consorcio con distancia social, algo muy posible de llevar a cabo porque se convocaba en el estacionamiento que es amplio y tiene una parte al aire libre.

La reunión era para las cinco de la tarde. Acudimos casi todos, incluso nuestro vecino médico, Pablo, que venía de su consultorio y estaba más tranquilo que los demás, dispuesto a explicarnos todas las medidas de seguridad, el lavado de manos, la manipulación de los alimentos, cómo manejarse en los negocios y con los demás. De eso estábamos hablando cuando llegaron Norma y Braulio. Venían con sus anteojos negros puestos, a pesar de que el garaje es más bien oscuro. Liliana, la vecina del 5° que es directora de una escuela en Floresta, fue la primera en darse cuenta de que Braulio cargaba en el hombro con una escopeta. Yo la vi también, pero pensé que se trataba de una escoba. A veces se le daba por barrer los pasillos a pesar de que tenemos una empresa que se ocupa de la higiene.

“¿Por qué está con un arma?”, se ahogó Liliana.

“Porque esto es una guerra”, le contestó Braulio, “y con mi mujer estamos en la línea de fuego. Ustedes son vectores”.

“¿Somos qué?”

“Vectores. Mosquitos. Si ustedes se agarran esta peste lo más probable es que no se mueran. Nosotros sí. Así que van a cumplir la cuarentena esta, carajo, la van a cumplir a rajatabla”.

Ninguno de nosotros –éramos bastantes, no todos, y guardábamos la distancia indicada por las autoridades– se esperaba lo que ocurrió a continuación: Braulio le disparó al techo. Algunos salieron corriendo y tropezaron con los autos en un intento desesperado de no cruzarse los unos con los otros, tan asustados del aliento de los demás como de las balas. Pablo, el médico, estaba paralizado pero reaccionó. Intentó acercarse a Braulio, que le apuntó con un profesionalismo obvio y entrenado.

“Vos menos que menos te me acercás. A ver si te empezás a buscar un bulo en otra parte, que no sé hasta cuándo vas a ser bienvenido acá. Nos vas a matar a todos”.

Creí que Pablo iba a ponerse violento y grité “vamos, nos vamos, está loco, está shockeado, se le va a pasar”. Improvisamos una reunión en el pasillo de mi piso, que por suerte tiene buena acústica, así podíamos hablar de lejos pero no a los gritos. ¿Llamar a la Policía? ¿Esperar? Esperar, coincidimos. Esto es una catástrofe mundial. Son viejos, están asustados. Por supuesto que vamos a cumplir con la cuarentena. Estamos todos de acuerdo, la esperábamos, la deseábamos. Mi hermana se puso a llorar. Tengo miedo, no puedo ir a ver a mi novia, la voy a llamar. Y se metió en el departamento para una videollamada con su chica que, por suerte, no quedó cuarentenada con nosotras (es encantadora pero puede ser muy inútil, no sabe hervir un huevo. A mi hermana le gustan las chetas con servicio doméstico).

Después de tres días de neo-rutina –cola del supermercado, cola de la verdulería, cola de la farmacia, compra de una cuerda para saltar la soga, rezar para que no se corte Internet, llorar con mi padre por teléfono para que no salga a la calle, prometerle que le pagaríamos todos los servicios por homebanking aunque tampoco lo sabemos usar con pericia–, mi hermana se despertó de madrugada y dijo: “Yo tengo que bajar. A fumarme un porro a la vereda”. Pensé en Braulio y Norma. Los anteojos negros, el aliento, la escopeta, las ballerinas. “Tenemos balcón”, le dije. Y ella que no, que quería ver la calle.

A los dos minutos estaba de vuelta, desencajada, con un papel en la mano. Lo había arrancado del espejo del ascensor. Estaba tan nerviosa que tuve que mandarla a lavarse las manos después que me leyó lo que el papel decía. Era un mensaje breve: “Pablo Mariani, médico MD 2345623, tiene 24 hs para abandonar el edificio o habrá consecuencias”. No había firma: se suponía que lo firmaba el edificio entero. Salimos al pasillo, a tocarle la puerta a Pablo. No atendió. Susurramos que éramos nosotras. Ninguna respuesta. Mi hermana decidió mandarle un mensaje por Whatsapp: esperamos ansiosas el visto. Llegó. Y la respuesta. “Estoy en la baulera hasta que me puedan sacar de acá. No vengan”.

Mi hermana mandó un audio largo, indignado. Qué te hicieron, insistía. No importa, repetía él, con faltas de ortografía, con pocas letras, seguro con las manos temblando. Cosas feas, no importa, no quieren saber. Tengan cuidado. Un amigo me saca hoy. No se preocupen.

Esa misma tarde, mi hermana empezó a mandar mensajes a los vecinos que creía más amigables y a los que considerábamos decentes. Empezó una catarsis inesperada, situaciones de las que habíamos estado ajenas por concentrarnos en organizar la nueva rutina. Padres y madres habían salido con sus hijos a comprar, algunos porque no podían dejarlos solos, otros francamente para que los niños estiraran las piernas (una irresponsabilidad, cierto, pero conversable, negociable, ¡nos estamos adaptando!). Clara del 2°B dio los detalles de su caso. Volvía con el changuito y con Agustín, de tres años. Braulio y dos personas más, dos hombres más jóvenes, salieron del palier. Braulio con la escopeta: los demás con armas más chicas, que ella no distinguía. Braulio mantuvo la distancia: extendió los brazos y acercó el caño de la escopeta a la frente de Agustín. La dejó ahí un rato hasta que le temblaron las manos y Clara temió que se le escapara un tiro. Ella lloraba y miraba alrededor a ver si veía a algún policía, pero estaban extrañamente solos.

“Esto es un aviso”, dijo Braulio. “Nada contagia más que la ratita esta. Control de peste se llama. Pórtense bien”. Clara había comprado para varios días, pero no se animaba a volver a salir y dejar solo al chico. Yo te lo cuido, le dije (a esta altura habíamos armado un grupo). No, no vayas, dijo Fernando, vecino histórico del piso 11 y el que guarda un par extra de llaves de la terraza en caso de que alguien se las olvide cuando sube a colgar ropa o a tomar sol. Están marcando las puertas de los que incumplen: si alguien visita a otro vecino, le ponen una X en la puerta. Una X pintada con mierda. No puede ser, dijo mi hermana, si están obsesionados con el contagio, ¡eso es un caldo de cultivo y un asco! Te dejan lavandina, agua y un balde para que limpies, explicó Fernando, y controlan que lo hagas bien. Le pasó a mi vecino que se escapó a una vuelta manzana con la bolsa de los mandados. Al día siguiente, tenía en la puerta la cruz de mierda. Quiso cagarse a trompadas pero no te podés acercar no solo por el virus, además están todos calzados. ¿Quiénes? ¿Braulio y cuántos más? Bastantes, explicó Fernando. Se reúnen acá en la terraza por el tema de la distancia y el aire libre. También los escuché rezar. No sé cuántos. ¿Diez? Hay muchas mujeres también.

Tenemos que usar los aplausos de las 9 para denunciar a la Policía, hay policías en la calle, nos pueden escuchar, sugerí. Seguimos buscando soluciones. La televisión, la radio. Alguien ya lo había intentado. Le dijeron que sin un video demostrando lo que pasaba no podían hacer nada, que no podían divulgar mentiras ni acrecentar el pánico. Hijos de puta, como si hicieran otra cosa, pensé. Podemos sacarle una foto a una de las puertas pintadas con mierda, dijo mi hermana. Se lo propuse a mi vecino, intervino Fernando, pero me lo contó cuando ya la había limpiado. ¿Les pasó a otros? Sí, pero tienen vergüenza, no quieren registro.

A mí me rompieron el celular, dijo Agustina, la pendeja del pelo verde. Venía escuchando música y me paró una mujer, no sé de qué piso, es flaca, parece personal trainer. ¿Dónde tenés el alcohol en gel para sanitizar el celular?, me gritó. Arriba, le dije, me lo olvidé, llego, me lavo las manos y lo limpio. Y la vieja de mierda me lo sacó, tenía guantes, y le saltó encima. Re mal, una loca. Ahora estoy usando el de mi mamá.

En el aplauso de las 9 gritamos que necesitábamos ayuda y los de los otros edificios nos respondían “quedate en casa, nos ayudamos entre todos”. Los policías de la vereda como si nada, con caras de servidores públicos en cumplimiento de su deber. Pablo el médico mandó un mensaje: había logrado salir después de que le tiraron nafta en la baulera y pudo escapar, medio intoxicado, hacia el auto de su amigo. Ahora estaba a salvo, no sabía por cuánto tiempo.

***

Día 15 de la cuarentena. El control es total. Braulio y su pandilla fiscalizan cómo limpiamos picaportes y ascensor; también cómo lavamos latas y comida. Hay que hacerlo con la puerta abierta para que puedan dar el visto bueno. Norma y Liliana (la maestra que parecía equilibrada) intentaron atropellar a un vecino que salió dos veces en un lapso demasiado corto. Lo escuchamos gritar: “¡Me olvidé de comprar un remedio!”. El auto subió a la vereda con una velocidad insólita y casi lo aplastó contra un árbol. Nos comunicamos con él. Sabemos que avisó de la persecución al encargado de la Torre 2. Bueno, le contestó el encargado, mejor que alguien controle, ¿no? Acá es un viva la pepa, se me escapan por todos lados, viene la Policía dos por tres. Los policías piden video, video y video para poder actuar. Creemos que apoyan a Braulio, pero no estamos seguros. Fernando dice que le tienen miedo, en realidad. Alguien vio a Norma con una gallina, de vuelta, subiendo despacio las escaleras hasta la terraza, porque ella no usa el ascensor.

En casa ponemos música a un volumen fuerte porque mi hermana empezó con tos. No cumple con los requisitos para llamar al 107 y seguramente se trata de su alergia otoñal, pero le pica la garganta, está congestionada, no tiene fiebre, su dolor de cabeza es el de la sinusitis, no tiene miedo. Puede ser el virus en forma leve, lo sabemos. Le dimos muchas vueltas a cómo actuar. Sabemos que hay un hombre con bronquitis crónica al que le cortaron el cable. El hombre llamó a la empresa proveedora y le dijeron que no era un fallo de ellos. No creyó la explicación, por supuesto, si siempre mienten, pero dudó. De noche tiene ataques de tos y se escuchan, sobre todo en el silencio de la cuarentena. Se puso a revisar y, en efecto, le habían cortado el cable con una tijera. No lo desconectaron: se lo cortaron. No tuvo cruz en su puerta sino un mensaje: “CUIDADO, PLAGA”. Le dejaron latas en la puerta. En el mensaje que mandó al grupo dice que, está seguro, no van a dejarlo salir. Ya hay, además, un vigilante por piso. Todos tienen anteojos negros y barbijo. No los reconocemos. Dudamos acerca de nuestro grupo: creemos que hay infiltrados.

***

Agustina, la chica del pelo verde, resiste. No sé cómo hace. Tiene una perra hermosa que se llama Emma, una collie blanca y negra deliciosa, tan inteligente, esos animales que sonríen y parecen entender. Por supuesto, tiene permiso de sacarla por ley, una vez por día, y eso hace. Un vigilante no le pierde la pista. Pero ella vive en un departamento chico y está sola con su mamá, que es hipertensa y por ser grupo de riesgo prefiere guardarse. La piba es delgada y fuerte, pero al menos tiene que salir cada dos días para comprar comida. Y es joven y está harta, y está sana y no tiene miedo: sabe, lee y entiende que, si se enferma, las posibilidades de que desarrolle un caso grave de la enfermedad son casi nulas. Se confía un poco. Le dijimos varias veces, ya por Zoom –es lo que usamos ahora–, que trate de salir menos. En Zoom las caras van desapareciendo: Braulio y su pandilla cortan Internet también, no les importa dejar a la gente incomunicada, escuchamos noche y día gritos de angustia, quiero hablar con mi mamá, quiero hablar con mi hijo, llamen a la Policía, cuando esto termine los vamos a matar, y a veces, muy pocas, la voz de Braulio que grita: “Disciplina, carajo, este mi cuartel, manga de atorrantes”.

“Ni se te ocurra toser fuerte”, le digo a mi hermana, y ella se tapa con la almohada. Ya llamamos al 107. No hizo falta activar el protocolo, le dijeron que casi seguro es una afección de las vías respiratorias de la época y que, claro, cumpla una cuarentena estricta. Y vuelva a llamar si empeora o tiene fiebre (no tiene). No le contamos a su novia para que no haga una escena, se aparezca en su versión más dramática y Braulio le tire un ladrillo por la cabeza. Yo debo salir poco y con barbijo. Lo único bueno es que así estamos más resguardadas. Me quedaron unos burletes de un viejo arreglo de heladera, así que cerré ventanas y puertas para que no se filtre la tos. Muero o mato si los vigilantes de Braulio me cortan Internet. Mi hermana dice: “Se supone que hay que airear por el virus”.

Es verdad, le contesto, pero cierro igual.

Agustina y Emma me preocupan cada vez más. Ella a veces la deja atada a un árbol cuando va a comprar, no sé si eso está bien o no, la espío por el balcón. La veo pelearse con uno de los vigilantes. Le mando un mensaje y me contesta: “No pasa nada es un denso, no le digas a mi mamá que le sube la presión”.

Mi hermana volvió a recurrir a los vecinos de la Torre 2. Dice que no los va a llamar más porque tienen la cabeza tomada por Braulio. Lo admiran. Un ejemplo de civismo, le dijo uno.

***

No puedo comunicarme con Agustina. Ya no la veo salir a comprar. ¿Habrá elegido negocios en otra calle, alguna que no puedo monitorear desde mi balcón? Aunque la pandilla de Braulio le haya cortado Internet, debería tener 4G. ¿O habrá dejado de pagar el plan? Su mamá no está trabajando, ella no tiene clases, no sé si hay padre. Podría bajar a preguntar pero no solo estoy paralizada de miedo: si mi hermana tiene una versión leve del virus, no quiero contagiar a la madre hipertensa.

Es un día de sol y extraño una vuelta en bicicleta, caminar por el parque, darle un beso a un chico con la remera transpirada después de jugar al fútbol. Por eso, cuando me llega el olor del asado desde alguna parrilla del edificio, sonrío y lloro, me olvido un poco de Braulio, de los vigilantes, sueño con dejar de ver colas de gente con barbijo, con las manos secas de tanto lavarlas, con el número de muertos en la televisión, con el carraspeo en la farmacia que levanta pequeños aullidos de pánico.

Mi hermana, que está mejor, sale al balcón a acompañarme, envuelta en una frazada aunque no hace frío. Le hablo del asado, de lo ricas que son las mollejas, de que deberíamos ser vegetarianas, como Agustina, pero qué difícil. Ella tiene el ceño fruncido.

“Ese asado, ¿dónde es?”, pregunta.

No sé, le confieso.

“Huele medio raro”, dice ella.

Escucharla decir eso me alegra, porque perder el olfato puede ser signo de tener el virus. Le hago caso y también husmeo. Es cierto: huele a alfombra quemada. O a pelo quemado. Carne y alfombra y pelo.

Mi hermana me agarra de la mano. Las dos nos damos cuenta al mismo tiempo, cerramos los ojos y esperamos, esperamos. No puede faltar mucho para que el grito de Agustina, la chica del pelo verde, destroce la tarde de sol. Emma, va a gritar su nombre. Emma. La perra que sonreía y correteaba en tardes como ésta, tardes de domingo y de asado en las torres del sur de la ciudad.

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