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Episodio 3: “Villalarrosa”, por Andrea Garrote

Debates, Diarios

Una carta misteriosa que unos ancianos le dieron a la actriz a la salida de una función de pronto cobra sentido. Parece una fábula, tal vez sea una parábola del teatro y el pueblo, tal vez un mensaje cifrado. Llegó el tiempo de decodificar.

 

Vuelvo a abrir la caja de las cartas, esta es la tercera vez que buceo entre los papeles. Intento clasificarlos pero me quedo tratando de descifrar la letra cursiva enmarañada de alguna amiga perdida en el tiempo. Podría apostar que en esta cuarentena casi todo el mundo de más de treinta años decidió ordenar alguna caja con papeles y cartas. Entre postales de Italia encuentro un sobre manchado que no tiene nada escrito, pero adentro está la carta que, pensé, había perdido. La carta llegó a mí una noche de 1997 en la que una pareja de ancianos me esperó a la salida del teatro. Ella llevaba zapatillas de tela, jeans holgados y un pulovercito de hilo color verde agua. Él, zapatos de cuero gastados, pantalón de trabajo, camisa y un sacón de verano dos talles más grande que lo hacía parecer más menudo de lo que ya era. Buenas noches, vengo a entregarle esta carta de parte de los habitantes de Villalarrosa- dijo la señora mientras me extendía un sobre como de postal.

—¿Está segura de qué es para mí? No conozco ese lugar.

—No se preocupe, las letras le van a explicar.

Guardé la carta y durante unas horas, la olvidé. Pero a la noche al buscar las llaves de mi casa en la cartera, palpé un sobre abultado, era la carta de los habitantes de Villarrosa. Así había dicho la señora, sospeché que debía ser una carta de difusión de algún evento, o un problema del lugar, en ningún momento pensé que podía estar efectivamente dirigida solo a mi persona. Me fui a la cama y abrí la carta. El encabezado estaba escrito con lapicera en cursiva: “Estimada señorita Andrea.” El resto, no. Esto es lo que decía:

Estimada señorita Andrea:

Villalarrosa es un pueblo de quinientos cincuenta y nueve habitantes. Muchos trabajan en los campos de las tres grandes estancias que lo circundan. En el pueblo hay  tres veterinarios, un médico, un odontólogo, pero no hay hospital, ni párroco en la capilla. Un día el hijo de la Pochi, muy querida ella, se fue para Buenos Aires y en su casa apareció un cincuentón que tenía una peladera en la coronilla y a los costados los cabellos demasiado largos y alborotados. El hombre era muy de hablar y enseguida todos supimos que se había cansado de la ciudad y quería pasar un tiempo en un pueblo como este, así dijo. También contó que hacía teatro, que se les apañaba en varios rubros y ahí se mandó a contar todo lo que hacía falta para hacer una obra. Aquí, en Villalarrosa, solamente los dueños de la despensa grande habían ido a Villa Carlos Paz, pero no les había gustado nada eso del teatro y los carteles.

A los quince días de llegar un domingo, invitó a todos a la puerta de su casa, pero sólo fueron unos diez y en la pequeña galería que se caía a cachos se pusó a actuar de viejito que se grababa en una radio y se escuchaba a sí mismo y entonces pensaba cosas en voz alta. Al domingo siguiente eran más de treinta y si contaban a los chicos que espiaban de lejos otros treinta más. Se había corrido el rumor de que iba a hacer de mujer. Y sí, vestido de mujer y con peluca habló por teléfono con un amante que ya no quería saber nada y entonces ella se desesperaba. Al terminar la función, preguntó a todos si podían esperarlo un par de minutos porque necesitaba preguntarles algo. La gente intrigada espero. El hombre volvió ya sin peluca, con sus ropas habituales y les dijo que quería hacer un montaje de Cuento de Invierno de William Shakespeare y que todos los que quisieran podían ir, pero que él se arreglaba con siete u ocho. Qué si alguno tenía tiempo.  Se sumaron diecisiete contando a los niños. Hicieron diez funciones, no quedó nadie sin verla. Decidieron estrenar otra obra pero ya eran muchos más en el elenco y el hombre dijo de hacer dos obras en vez de una. El hombre trabajaba todo el día pero hacía como si no. Siempre estaba charlando, preguntando cosas y explicando juegos raros pero todo, todo, hasta el mate convidado le servía para la obra. Palabras textuales que pronunció en la despensa de Mercedes cuando se compró un pote de miel y se lo terminó a cucharadas ahí mismo.

Del Calderón hicieron menos funciones que del Molière pero nadie se quedó sin verlas. Ahora todos querían actuar o participar en el armado de la escenografía o el vestuario.  Al año de su llegada ya eran tantos los actores que el público se redujo considerablemente. Así que se separaron en grupos para poder verse entre sí y porque además las últimas obras se habían hecho larguísimas porque todos tenían su momento. Todos los sábados y domingos la plaza parecía como la del día de la fiesta del pueblo. Ahí estaban los puestitos de comida que atendían los parrilleros que desempolvaron su reportorio de cuentos camperos y de chistes verdes. Las cocineras que traían ollas con guisos, tartas, empanadas y pastelitos de dulce de batata se pusieron de acuerdo para vestirse de colores y hacer cantitos con coreografías. Las obras se hacían en las casas, patios, descampados, corrales, en fin todo lugar posible. Casi no había habitante de Villalarrosa que no estuviera involucrado en una o más representaciones que se anotaban en la pizarra de la pizzería. Los días de semana no se hacía función, entre el trabajo, la escuela y los ensayos no había tiempo. Las primeras funciones de los sábados eran después de la siesta hasta la medianoche y aunque los domingos el teatro empezaba por la mañana tenían problemas para verse entre sí. Se excusaban así; no puedo ir a ver tu obra porque tengo que armar la de las 12hs y actúo a las 16hs. Un día la cuñada de la Berta le dijo al flaco Pérez: Si no venís a verme te mato. El flaco lo contó en la despensa y el hombre que hacía teatro lo escuchó. A la mañana pasó por lo de los Fernández a comprarse dos cartones de chocolatada, queso y salame. Cargaba una mochila grande. Se despidió diciendo que se iba unos días al campo a pensar. Se corrió el rumor de que estaba pergeñando algo grande y todos procuraron estar disponibles para el proyecto. Cuando regresó traía un cuaderno Gloria en la mano. Les dijo que el domingo próximo los esperaba a las 18hs. frente al alambrado de La Antigua un kilómetro perpendicular al mástil. Los quinientos cincuenta y nueve habitantes de Villalarosa se sentaron expectantes mirando el horizonte. De repente del otro lado del alambrado cinco vacas se acercaron a paso rápido y se pusieron a mirarlos de costado. Luego vinieron diez más. Y enseguida un rodeo de más de cien vino al galope y se detuvo en seco ante el alambre. Algunas vacas de más atrás se montaron en las de más adelante. Y todos después del susto se rieron. Las vacas se acomodaron y miraron a la platea casi sin parpadear. El pueblo entero hizo silencio. Durante un largo rato nadie hablaba, ni hacían ruidito con el final del mate. El pueblo miraba a unas vacas que miraban a un pueblo. O un rodeo de vacas miraba a un pueblo que miraba un rodeo de vacas. Se observaban en silencio. La gente que ya había aprendido a mirar distinto comenzó a notar en cada una de ellas, el ritmo de la respiración, la intención de la mirada, el trabajo interno. También habían aprendido palabras nuevas y con ellas comentaban entre sí que las vacas estaban fantásticas, que tenían una presencia escénica imponente y conmovedora. Una hora después las vacas como sabiendo que menos es más comenzaron a retirarse. Cuando la última vaca terminó de alejarse campo adentro, el denso silencio del pueblo se precipitó hacia una súbita y sonora proliferación de aplausos. Y aunque cueste creerlo las vacas regresaron a pura carrera a recibirlo. Se detenían unos instantes y corrían otra vez hacia el horizonte para volver jadeando a recibir nuevamente la ovación. Esto duró un buen rato, unos pocos lloraban, otros pocos reían pero los que más hacían ambas cosas a la vez. El hombre que hacía teatro se llama Luis José Tapia y ese día se despidió. Le dijo al pibe mayor de la Sabrina que estaba contento porque había experimentado. Y del experimento -dijo- sacó la siguiente conclusión; narrar separa. Cuando se cuenta algo se extrae un hilo de un telar, ahí cuenta el pibe que el hombre se corrigió. El pibe mayor de la Sabrina tuvo que contar la conversación varias veces, recordar los gestos de Luis José y las entonaciones. Repetía con cuidado palabra por palabra; y entonces ahí dijo como pensando en voz alta: “Me corrijo, cuando se cuenta algo a la vez que se extrae el hilo se produce el telar. Yo estuve muchos años entrelazando hilos pero ahora sé que tengo que tratar de invocar el presente todo junto”. Durante todo el invierno intentaron encontrar el significado de las últimas palabras del maestro, el subtexto decían, porque el maestro les había explicado que una frase no solo es lo que dice sino también todo lo de alrededor y lo de atrás y lo de adelante y lo de los costados. En la primavera unos cuantos jóvenes estuvieron investigando con las vacas pero el patrón de la Antigua los sacó carpiendo.

La carta terminaba ahí. ¿Es posible que le faltara una hoja? Recuerdo que la releí dos veces esa misma noche y tardé mucho en dormirme. ¿Qué sentido tenía todo esto? ¿Por qué esos dos ancianos se habían tomado la molestia de traerme este escrito? La carta no tenía firma, ni remitente, tampoco pretendía nada de mí. Y era claro, por el encabezado agregado que yo no era la única destinataria de esa historia. Imaginé que quizás era un cuento y pensé que tal vez el viejito del sacón dos talles más grandes lo había escrito y en vez de ponerle título y tratarlo como un cuento, lo había hecho carta. Me acordé de una señora que durante años se apostaba en la puerta del teatro San Martín y te ofrecía hojas con poemas, haciendo un ademán principesco.

Recién busqué en internet el pueblo de Villalarrosa y no aparece nada. La página del Google Maps se queda en blanco. Esa noche en que la leí por primera vez me preguntaba cuál era el sentido de la carta, hoy me corrijo: yo me preguntaba por el significado, ¿qué significa esta carta? Y no tener esa respuesta es lo mejor de toda esta historia, porque el sentido aparece cuando el significado le deja espacio.

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