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Episodio 3: “Mirando el cielo”, por Ezequiel Gatto

Tercera entrega de su Diario “Signos de época”

Debates, Diarios

Tercera entrega de su Diario “Signos de época”

En tiempos pandémicos, el espacio se desdibuja. ¿Es opresivo o es infinito? ¿Acaso son opuestos? La mirada de Ezequiel Gatto se dirige a la astronomía, ciencia que habita la experiencia de un borde, el universo. “Y mientras tanto el sol se muere y  no parece importarnos”, dice en una canción el Indio Solari. Como astronauta en tierra, aquí estamos…

 

Una de las cosas que más disfruto de la lectura es encontrar, inesperadamente, una escena, un personaje o una frase que reconozco enseguida como insumo estratégico. Leer es, para mí, una operación que consiste en encontrar elementos para aprender a vivir. Y esto puede suceder en casi cualquier libro. Por ejemplo, desde que leí El Gatopardo (1958), de Giovanni Lampedusa, en 2003, se grabó en mi memoria que su protagonista, Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, aristócrata siciliano en decadencia por el avance de las fuerzas republicanas de Garibaldi a mediados del siglo XIX, se volvía hacia la astronomía cuando la vida diaria lo hacía demasiado infeliz. Corbera se fugaba, como rompiendo la ley de la gravedad social. Buscaba un respiro, un consuelo, una pausa, un olvido. Durante la lectura, su condición de aristócrata me impedía identificarme con las causas sociales por las que Don Fabrizio iba hacia la astronomía, pero no me impidió comprender qué valioso puede ser hacerse un refugio que es, también, una experiencia de conocimiento inagotable. Porque no se trata de una fuga mística ni un escape a lo conocido, sino el encuentro con una existencia tan compleja que se sabe de antemano que es inagotable. En definitiva, la astronomía ofrece una forma de vivir a otra escala.

Un afecto -la desazón- parecido al de Don Fabrizio motiva al protagonista humano de Hacedor de estrellas (1937), de Olaf Stapledon, a pensar en el universo. Eso en la primeras páginas porque, a diferencia del personaje de Il Gatopardo -una novela realista- el protagonista de Hacedor de estrellas -una novela de ficción científica- es capaz no sólo de imaginar sino también de viajar por el cosmos. Primero sin proponérselo, casi un reflejo de huida de su tristeza terrícola; luego, aprendiendo a controlar el desplazamiento. Hasta dar con un planeta al que, a medio camino entre lo familiar y lo extraño, llamará Otra Tierra. A partir de la Otra Tierra, y de una serie de hechos afortunados que allí suceden, comienza un viaje que recorre una multiplicidad de mundos y lo expone a una multiplicidad de encuentros que, por lo radicalmente diferentes, le abren al protagonista el conocimiento del infinito del universo. Un infinito cuantitativo y cualitativo, porque las formas que lo pueblan y lo habitan no sólo son muchas sino también diferentes. Los mundos posibles se multiplican; y saber de su existencia es, de por sí, la actualización de una posibilidad. La posibilidad de saber que hay posibilidades. El escenario de Hacedor de estrellas es el de la contingencia absoluta, de la que participamos y a la que podemos concebir. Produce una antropología que a medida que avanza en sus encuentros con otras formas de vida conciente, otras geografías, otras biósferas, va perdiendo los límites de la forma humana terrestre. Se va reconfigurando y, así, lo humano ya no es lo que era.

En lo que va de la pandemia y la cuarentena estuve atento a la astronomía. Me informé sobre la fusión de dos agujeros negros del tamaño de millones de soles, del lanzamiento de SpaceX, la discusión sobre la posible existencia de organismo microbianos en las nubes de Venus. Ví documentales sobre ondas gravitacionales, Big Crunch, misiones a Marte, historias de la Nasa. Leí papers de cosmología, astrobiología, materia y energía oscura, sufrimiento astronómico, big bang, historia de la astronomía, biografías y partes de las obras de los filósofos Quentin Meillassoux y Ray Brassier, para quienes los descubrimientos y nociones de la astronomía contemporánea son fundamentales para el debate ontológico. También exhumé de mi biblioteca libros que había leído hace muchos años: Kuhn, Galileo y teoría de los agujeros negros.

En pandemia percibo mi interés por la astronomía (aunque poco sistemático y cuya ampliación, al menos por ahora, está bloqueada por no saber matemática) como una contracara de lo que me pasa con la música ambient (aunque esta música suela ser banda de sonido de ciertas exploraciones espacial, ya sea las que salen de Cabo Cañaveral o los viajes astrales y espirituales). Si el ambient es la materia sonora con la que construí un adentro que me permita descansar de la afueridad absoluta de la pandemia (es decir, del fenómeno por el cual la pandemia se volvió todo el afuera, todo lo posible de ese afuera, el afuera mismo), la astronomía me lanza hacia un exterior más allá de la pandemia. Un exterior donde no hay pandemia.

Pero la astronomía es, también, por supuesto, la posibilidad de ejercicio de pensamiento que afine lo que entendemos como condición humana. No es una fuga de los problemas terrestres, ni un manifiesto de nuestra omnipotencia ni ocasión para el goce que provoca intuir la propia insignificancia. De hecho, pocos campos de pensamiento han hecho tanto como la astronomía al momento de tensar lo que pensamos que somos. Por eso me acerco a la astronomía no como una sonda que habrá de perderse en el espacio, sino más bien como una misión que tiene que volver. Y al volver habrá de contar qué vio y sacar conclusiones.

Por ejemplo, la astronomía no solo nos permite hacer una idea radical de nuestra constitución físico-química, al mostrar que, en tanto entes, somos “polvo de estrellas” (al final era cierto que veníamos del lodo…), sino también nos permite pensar lo social a partir del hecho incontestable de nuestra dependencia de la luz y la energía. Para George Bataille, por ejemplo, lo social podía comprenderse a partir de los modos de gestionar la energía solar. Todas las sociedades humanas, de acuerdo a Bataille, constituyen formas de organizar y estructurar ese don -no infinito pero que se parece al infinito- originado en el Sol. El modo de producción de Marx sería una subespecie del modo de organización -humana- de la energía cósmica.

La cosmología actual también permite entender la automatización de la percepción visual que han hecho posible las máquinas informáticas. La observación astronómica está en manos de poderosos telescopios, algunos de los cuales son capaces de ver (o mejor, registrar) hasta 2.000.000 de estrellas simultáneamente. El observador ya no está solo en su trabajo de mirar. Galileo cruzado con Inteligencia Artificial. Esa amplificación exponencial de la capacidad de mirar el cielo convierte a las máquinas de mirar en un personaje fundamental, y permite hacernos una idea del carácter decisivo de lo que el filósofo chileno Claudio Celis llama la “visión maquínica”: es decir, la producción de imágenes a partir de una serie de programas computacionales que sintetizan datos. Máquinas mirando cosas que solo las máquinas pueden producen imágenes captables por humanos.

Hasta la ausencia de la astronomía conlleva preguntas sobre nuestros esquemas de existencia social y cultural: ¿Por qué no hay astronomía en la educación primaria, secundaria y superior? Podría ser un buen camino para hacer la experiencia de la enorme fortuna que consiste en, alguna vez, haber sido este cúmulo de materia capaz de pensar y pensarse, de proyectar, de decidir, de luchar, de asociarse. (Todo esto me suena a Carl Sagan y me parece bien). Estoy convencido que una condición para mejorar el mundo humano (y un elemento, por tanto, de un mundo mejor) es una mayor educación cosmológica. No sólo para entender la enorme capacidad inventiva de la especie, o la historia geopolítica y tecnológica del último siglo, o un saber que incluye simultáneamente, observaciones y abstracciones, hipótesis y especulaciones, o hallazgos teóricos que sólo se confirman empíricamente a posteriori, a veces décadas más tarde. Y podría ser útil también para que el hecho de  sabernos cósmicos, contingentes, propicie éticas acordes. Tal vez, no sea causal que Kant, el filósofo de la finitud humana (y una moral derivada de ello) haya iniciado su Crítica de la Razón Pura (1781) hablando de la revolución de la astronomía copernicana. Y aunque la contingencia le huela a muchos como eso de que “si Dios no existe todo nos está permitido”, puede, más que absolvernos de las responsabilidades, las decisiones, las estrategias, hacer otra cosa. Hacerlas pasar por el filtro dialéctico de la existencia cósmica.

La imaginación astronómica tiene otro aspecto relevante, que nos habla mucho de la situación actual: los planes de fuga, los intentos -todavía rudimentarios- de apropiación de recursos de otros planeta. En ese sentido, la astronomía, que también es un proyecto, tiene elementos colonialistas que la definen. Si la carrera espacial de los años 60/80 del siglo XX funcionó dentro de una disputa geopolítica e imperialista por la cual la consecución de logros astronómicos operaba como capital en un conflicto terrestre, en el que el poder de control de territorios extraterrestres era escaso, la actual coyuntura astronómica ya comienza a dotar de otro valor a los territorios extraterrestres. No son campos de investigación sino potenciales colonias o sitios de extractivismo, como los asteroides y exoplanetas ricos en minerales. En Estados Unidos, la Space Act de 2015 habilitó a las empresas norteamericanas a procurar la explotación de recursos espaciales. En ese sentido, sería muy interesante pensar decolonialmente la astronomía, antes que sea tarde.

Estos meses fui cocinando un proyecto que vinculara todo esto a mis investigaciones sobre futuridades: escribir un artículo sobre las relaciones históricas entre la astronomía y las ciencias sociales; entrevistar a astrónomos para conversar sobre las hipótesis de futuro -social y cósmico- que manejan, y prestarle atención a las retroalimentaciones entre ficción científica, desarrollo científico, exploración astronómica y cultura popular. En fin, imaginé un universo de cosas por venir. Un universo con antecedentes, porque hubo un tiempo en que las ciencias sociales miraban las ciencias naturales para extraer de allí estrategias y métodos de investigación. Hubo quienes soñaron con un pensamiento de las relaciones humanas como subespecie de las relaciones de los humanos con la naturaleza y el cosmos. Ese tiempo, claramente, no es el nuestro (una advertencia que también vale para quienes siguen imaginando disputas con una “ciencia” -positivista- que hace tiempo que dejó de existir). Hemos investigado las sociedades humanas con herramientas que asumen la singularidad de lo humano, sus posibilidades, sus límites. Y, a veces lo hemos hecho teniendo en cuenta algunas pistas metodológicas que vienen de la astronomía, como escribió Weber en 1904: “El conocimiento astronómico en modo alguno es un sistema de leyes. Antes bien, obtiene las leyes que constituyen los ‘presupuestos’ de su labor de otras disciplinas, como la mecánica. La astronomía, sin embargo, se interesa por la cuestión de qué resultado ‘individual’ produce la acción de estas leyes en una ‘constelación’ individualmente configurada, en cuanto tales configuraciones individuales revisten significación para nosotros. Cada constelación individual que ella explica o predice es explicable causalmente sólo como consecuencia de otra, igualmente individual, que la precede”. De constelaciones también habló Walter Benjamin. Y la microfísica de Foucault suena bastante a una metáfora atómica, sino cuántica. Sin movimientos de emulación, y atentas a las relaciones de poder que configuran la astronomía, las ciencias sociales y, más en general, el pensamiento de lo humano, tiene que estar a la altura de -es decir, atento a- la astronomía de su época.

En cosmología hay un principio conocido como “principio antrópico”, que consiste en sostener que cualquier explicación del universo debe ser consistente con el hecho de la existencia humana. Digamos que la explicación tiene que cerrar con nosotros adentro. ¿El universo podría existir sin nosotros? Es lo más probable. El principio antrópico está lejos del protagórico hombre-medida de todas las cosas. Más bien somos una posibilidad de medir. Una posibilidad que, como tal, no hemos creado. Que el hombre se crea a sí mismo, que es, como decía Hegel, el resultado de su trabajo, deja de lado el hecho de que no podemos crear la posibilidad de trabajar. Algunos llaman Dios a esa posibilidad. Yo prefiero llamarlo efecto cósmico contingente. Pero así como el universo podría (y, de hecho, podrá) existir sin nosotros, es igual de cierto que no existe sin nosotros. Estamos acá. ¿Qué hacemos?

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