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Episodio 3: “El resto de la conversación”, por Silvia Gurfein

Debates, Diarios

Hablar sola, otro de los hábitos que resuenan entre cuatro paredes como nunca en cuarentena. ¿De quién son esas voces y con qué otras voces se comunican? Los muertos, las plantas, los animales y los sueños como integrantes de un gran diálogo.

 

Lo que queda es el hueco en el aire. Porque la ausencia también ocupa un espacio. Podemos sentir la presencia de una ausencia. Se trata de los restos y de cómo vivimos con eso.

Todo empezó con el reconocimiento de que hablaba conmigo cada tanto. Cuando digo hablar me refiero a emitir un sonido y no a un diálogo interno. Lo hice discretamente y con un mínimo de preocupación hasta que una vez leí que era un síntoma de salud mental. Listo. Por supuesto que siempre hablé con mi gatita y hace un par de años empecé a hablar con las plantas. Fue producto de una genuina necesidad. Nunca les había prestado demasiada atención y a partir de esas pocas palabras que les digo cada tanto (les agradezco la belleza, el esfuerzo, les pregunto cómo están) mis plantas empezaron a estar cada vez más hermosas. De pronto había una consecuencia visible, las palabras tenían un efecto también en el reino vegetal.

Converso con algunas personas en mis pocas salidas o virtualmente, pero además hablo con los muertos. Son una compañía posible, no hay restricción ni distancia social necesaria con ellos. Hablo con las plantas, hablo con mi gata Venecia y hablo con los muertos. Lo hago con total conciencia, no es que esté ida o loca y no me dé cuenta de que es al aire que le hablo, no, sé perfectamente que es así. Lo hago para escucharme decir ciertas cosas. Y porque mi propia voz es mi compañía y el recordatorio de que yo estoy aquí, viva.

¡Te extraño viejita! Digo al pasar mientras rallo una zanahoria. Gracias mamá susurro sonriendo mientras diseño la colgada de los repasadores en el tender.

¡Cómo me gustaría charlar con vos viejo! Digo mientras veo el noticiero. Perdón viejito si no supe verte, me escucho decir mientras me calzo un pantalón de frisa ideal para hacer yoga que heredé de él. El repertorio no es muy amplio, más bien se acota a pedidos de perdón, piedad por el sufrimiento y sobre todo mucho agradecimiento. Cada tanto también hago unos buenísimos chistes, bromas internas. Pero nada de lo que digo carga dolor o tristeza. Es más bien escuchar en voz alta un pensamiento sin dramatismo. Y así, sin demasiadas variantes, voy sosteniendo ese contacto.

Cuando escribíamos sobre papel hacíamos un bollo y tirábamos al cesto el texto que no pasaba el examen. En la computadora la papelera de reciclaje se va tragando todo transitoriamente hasta que le damos la orden definitiva de hacer desaparecer para siempre cualquier vestigio de ese documento. Ningún lugar al que volver si hay arrepentimiento, ningún material que se pueda reconstruir. ¿Las palabras son inmateriales? ¿Ocupan un espacio? ¿Tienen volumen, peso, textura? Para mi fueron siempre lo más cercano a la escultura. Esculturas mentales.

Anoche en el insomnio de las 3.18 a las 5.23 escribí mil veces este texto hasta que quedó magnífico. La cabeza flotando entre almohadas y los párpados cerrados lo hicieron posible. Boyaba el texto en ese confortable interior hasta el punto final.

Pero si muriera antes de ahora mismo que estoy escribiendo, ¿a dónde irían a parar esas palabras que eran tan tangibles para mí anoche?

Desde que comenzó la cuarentena tracé paralelos con un duelo, con los duelos. ¿Qué estamos duelando? ¿Qué vida perdimos? Porque incluso, más allá de que podamos ver una oportunidad extraordinaria en lo que está ocurriendo, estamos ante una pérdida, la de la vida tal como la conocíamos.

Entre los borbotones de palabras dichas y escuchadas y las que sólo están en la burbuja de mi cabeza, en ese espacio dentro del cráneo que también es la casa, tuve un sueño o tal vez fue una visión:  la joven N está echada en el suelo en el que murió R. Está tumbada boca abajo sintiendo esa profundidad. Está como muerta también. Está viva. No hay ningún sentimiento agregado a la imagen, pero yo estoy llorando. No hay actuación dramática porque no es necesario añadir nada a la visión silenciosa, que es conmovedora per sé: alguien que abraza la tierra como a una madre. La veo sentir la hondura, el hueco y también la temperatura. La tierra tibia, como un animal. La conexión con esa superficie redonda, como la panza de la tierra, la panza del animal tierra. Pienso: vivir y morir, pero sobre todo abrazar la tierra que pisaste, que tocaste, que plantaste. Ser la continuidad.

De voces y silencios se fue armando el tejido de estos días. Unas y otros tan necesarios. También de visiones y fantasmas. Me encontré con Clarice, que estando viva dice que está muerta, que habla desde la tumba. Me tropiezo habitualmente con Odilon Redon en mi taller y pinto sus pinturas mientras el espectro de Brueghel está en mí hace años. Hace poco me habló Harry Mathews que a su vez se encontró con Barthes. Cuando abro al azar La voz de las cosas de Marguerite Yourcenar la encuentro citando a Blake y mientras tanto Virginia, y también María y Anaïs, escriben sus diarios a mi lado. Nos reímos mucho con Perec y festejamos las telas de Sonia. O escucho a diario a Emily, que recorre la casa y se siente tan a gusto confinada.

Nunca estoy sola.

Los sueños, la escritura y la pintura son un espacio de encuentro, también con los muertos. Los tiempos se estrellan, se condensan y podemos estar en contacto de muchas formas. Que estas palabras sean nuestro lugar de reunión. Que aún intangibles, nos encontremos.

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