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Episodio 2: “Yo del mar conozco la orilla”, por Silvia Gurfein

Debates, Diarios

Cuando la enfermedad ronda ya no como posibilidad lejana sino como una música de fondo, aparece también la pregunta por el remedio. ¿De dónde vienen las sustancias que hacen bien? A cada cual le espera un remedio a su medida. ¿Y qué tiene que ver todo esto con el mar? Silvia Gurfein se aventura más allá de la orilla.

 

Hay cosas que sólo se piensan si se escriben. Como una ola lo digo otra vez: hay un pensamiento que sólo se piensa cuando se escribe, porque este párrafo era distinto mientras lo escribía en mi cabeza al ritmo del andar de mis pasos camino al taller, con los auriculares puestos escuchando “Teardrop” de Massive Attack. Sin embargo, el nacimiento del texto se origina allí. De ese compost mental de vocablos proto-formales surge la primera palabra o la primera frase, que como escaloncito se arma para apoyar las manos y desde el teclado seguir subiendo o bajando. Este escrito nació de la espuma de la orilla y la marea hizo el resto.

En estos días de ánimos oscilantes y temores hipocondríacos acudo a mi médica homeópata que fue buscando mi remedio, ese que fuera un reflejo o más bien un símil mío. Desde que me atiende hace años, fuimos rotando y probando variantes pero siempre dentro de una misma familia de compuestos; todos los que fueron surgiendo parecían provenir del mar. No es el mar el paisaje que hubiera elegido para mí, me identifico más con la montaña. Sin embargo, a la vista de mi historial de remedios homeopáticos, todos vienen de allí: el jugo de la sepia, la raspadura de la ostra perlada, el barro del fondo del mar. Tal vez sea porque las olas, esa constante irregular, se parecen mucho a mi ánimo inestable y la montaña, con su solidez y quietud que emana tranquilidad, es lo que me falta y desearía para mí. O quizás sea una doble imagen de mí misma: sólida por fuera y por dentro una cueva en la montaña, erosionada por las olas que rompen, pudren y cubren las superficies de restos marinos.

¿Qué es un remedio? ¿Es el reconocimiento de que hay enfermedad? ¿O es más que eso? Más allá de su función medicinal, encuentro fascinantes algunas características de cada uno de ellos: las sepias, además de producir ese líquido precioso que lleva el nombre de su nombre y que ha servido desde la antigüedad para escribir y dibujar, tienen una células que se llaman cromatóforos que les permiten cambiar de color como mecanismo de defensa, camuflarse. La calcárea carbónica, otro de mis remedios, proviene de partes constitutivas del esqueleto de animales marinos, de la concha de los crustáceos o moluscos. La figuro blancuzca, brillante, como huesos en la noche. En algún momento de la búsqueda me recetaron Sublimatum Lotum, es decir, lodo del fondo marino sublimado. En ese tiempo mis pensamientos acerca de la pintura rondaban alrededor de la idea de que el material con el que trabajaba y creaba era justamente eso: tierra, barro, carbón, es decir, elementos primordiales y básicos del mundo, sublimados, transformados y refinados hasta convertirse en lo que conocemos como la pintura que sale del pomo. Ese tiempo estuvo marcado por lo particular de que mi remedio y mi símil fueran la pintura misma. Pintaba mientras tomaba pintura. El remedio y la enfermedad como un espejo.

Mi papá amaba el mar; lo nadaba y lo bebía porque lo consideraba una cura profunda, un bálsamo que podía mitigar y limpiar los dolores del cuerpo y de la vida. Lo recuerdo con su pelo mojado abriendo los brazos, respirando el aire salado, siempre listo para una nueva zambullida. A mí, como algunos de ustedes ya saben, me tenían que animar para que diera el primer paso hacia las olas, luego empezaba a disfrutarlo y al rato era un animalito marino con un cuerpo bien adaptado a ese ecosistema. Un cuerpo y una mente, porque sabemos que el mar ha sido pensado en muchas culturas como la imagen de lo inconsciente y allí es donde realmente me sumergía. Imagino el espacio mental, especialmente el nocturno generador de sueños e imágenes como un océano, un lugar que por su extensión y lo difuso de sus bordes es insondable. Voy en busca de lecturas metafóricas del mar y encuentro en el diccionario de símbolos de Chevalier y Gheerbrant lo siguiente: …Aguas en movimiento, la mar simboliza un estado transitorio entre los posibles aún informales y las realidades formales… Como quien cruza un río por las piedras, salto rápidamente a otro diccionario, el Diccionario Crítico de Georges Bataille, porque recuerdo que tenía una definición preciosa del término Informe. Y sí, así es. Y aunque es una digresión, aquí se les comparto un fragmento, porque hay pocas cosas más lindas que leer un texto dentro de otro texto: … Haría falta, en efecto –para que los académicos estén contentos- que el universo cobre forma. La filosofía entera no tiene otro objeto: se trata de ponerle un traje a lo que existe, un traje matemático. En cambio, afirmar que el universo no se asemeja a nada y que sólo es informe significa que el universo es algo así como una araña o un escupitajo.

Vuelvo en otra ola y de allí, de ese magma informe de generación permanente traje enredado en mis redes un sueño ancestral, pero esta vez no es mío sino de un amigo que soñó conmigo. Estar en los sueños de otros es otra forma de soñar y además, en estos tiempos de aislamiento, los sueños son un espacio de encuentro, un lugar posible donde vernos.

Estábamos en el museo, que era un poco distinto al que conocemos. Era como un pequeño barrio con una calle interna y zonas demarcadas con veredas, pasto e incluso un semáforo. También se veían puestos como de mercado, una heladería y unas habitaciones donde se repartía un pastel de carne muy rico. Todo era bastante lindo pero todo a su vez tenía algo de mal gusto. Era de noche y yo caminaba por el lugar mientras me sacaba de la boca algo como un cordón de zapatilla que estaba enterrado en una herida de mi encía. Esa suerte de hilo era como tinta oscura gelificada. Refregaba un par de veces mi mano sobre mi boca y veía que dejaba una mancha muy negra, como brea. También quedaba en mi palma un manchón brillante, alquitranado. Pensaba que era bello. Al instante estaba sentada en una mesa y lo sorprendente era que estaba vestida de blanco y ocre y todo alrededor mío tenía esos colores. Parecía que el espacio se había camuflado para adaptarse a mis vestiduras. En el lugar había velas muy intensas y sofisticadas colocadas en candelabros nacarados y el mantel y todo en la mesa hacía juego con mis colores. Mi amigo me saludaba y me hacía un comentario sobre cómo todo el ambiente combinaba con mi ropa. Yo sonreía. Sentada a mi lado me acompañaba alguien con un peinado también ocre y F le decía a esa persona que se parecía a Nefertiti.

Los sueños y el mar como un espejo. También los remedios, la enfermedad y la herida. Que el remedio no sea silenciar lo que la herida tiene para decir, que no sea una solución ante lo que se nos presenta como un problema que debemos mantener a la vista. ¿Serán los remedios una pérdida? ¿Qué perdimos para no enfermarnos? Pintar, escribir es aceptar una pérdida, es renunciar a dar cuenta de la totalidad. Siempre habrá un resto, siempre una ausencia. Sin la renuncia no hay texto, no hay obra. Obrar es perder la integridad y sobre todo la inercia de la inacción, es dejar la indeterminación e identificarse con un fragmento de la existencia, ser una parte del todo. Obramos desde la herida sin remedio.

Con la última marea vuelvo a este lado de las definiciones. En este tiempo de vaivén, sueño con que los textos y las obras puedan ser espacios de lo abierto e inacabado. Ojalá que mis dichos sean porosos, vuelen con el viento como la espuma del mar y lleguen como señal para que nos podamos encontrar. Que nos encontremos allí, en la orilla de todo.

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