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Episodio 2: “La cárcel de las pieles”, por Camila Sosa Villada

Diarios - Marzo/Abril 2020 - El aislamiento y el ardor

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Diarios - Marzo/Abril 2020 - El aislamiento y el ardor

Camila Sosa Villada recorre las marcas del amor en su cuerpo y llega hasta la infancia travesti, un territorio signado por “el aislamiento social obligatorio”. Ha llegado el momento de extrañar tanto lo que se tuvo como aquello que jamás se terminará de tener.

 

Atravieso la cuarentena haciendo un duelo. Extraño a un hombre en particular, al que amé de una manera desesperada, inquieta y sin sosiego. Un apasionamiento muy elemental, algo que buscaba mi cuerpo, como si estuviéramos imantados y constantemente una fuerza que nos venía de ahí abajo nos uniera con sencillez y ternura. Un hombre, al que por supuesto, antes de la cuarentena, le dije que me aburría, que tenía menos operaciones abstractas que una minipimer, que era un machista y que me daba rabia acostarme con él. Terminamos la historia como dos enemigos y ya no volvimos a vernos. Y ahora estoy que cuando lo pienso, me dan ganas de ir a cantarle una serenata.

“Volvemos al departamento. Somos amantes. No podemos dejar de amarnos”, dice Marguerite Duras en El amante.

Con este tipo en particular, al que eventualmente llamaré Perro, no podemos dejar de querernos. No sé estar sin su cuerpo. Es como una ausencia palpable, me atraviesa como una segunda columna vertebral. Lo quiero mucho aun estando separados y esta cuarentena me encuentra recordando la fórmula que se quebró, el fallo en el dispositivo con que se interrumpió nuestra gran vida sexual. Oigan: un poema, el sexo con el Perro. Era la única cosa que nos salía bien, y eso, hay que decirlo, a veces. Por lo general, estando borrachos era cuando mejor nos iba. Oh, la textura del interior de sus piernas, las piernas más bonitas que estrangularon mi talle, el saber que nos conocíamos de tal modo que continuábamos haciendo el amor incluso sin vernos, incluso en las muchas cuarentenas que le impuse cuando me dieron ganas de romperlo todo. Este punto es importante: se es amante del otro incluso mucho después que la historia termina. El cuerpo sigue haciendo, macerando, cocinando, hirviendo los detalles del amor, aunque no esté. Aunque haya terminado para siempre.

Nos sucedió lo previsible y nuestras procedencias nunca terminaron de amarse, algo muy común, varón y travesti, niño rico y niña pobre, machista y feminista, positivista y tarada. Y luego el arte para hacer daño, ya saben, los hombres fisuran, las travestis rompemos en pedazos. Así terminamos, yo con las cicatrices que hicieron sus intervenciones, finas como un bisturí, y él completamente perdido en mi relato destrozado. Como cuando los manuscritos se mezclan y una no le puso número a las páginas.

Largas noches ocupamos nuestras manos y nuestras bocas en aprender que el cuerpo del otro es siempre nuevo, territorio virgen, que nunca es un cuerpo del que pueda saberse algo. Y él lo demostró bien, cada día lo hizo mejor. Entró a mi cuarto de pensión, siendo los dos muy jóvenes, tan recientes en todo que parecía mentira que una historia de amor pudiera prolongarse por tantos años. Me conoció desde ese punto en adelante. Me vio cambiar, embellecer, engordar, cortarme el flequillo sola. Me vio afearme, educarme y decepcionarme de todo. Me vio pobre como una rata, con hambre, sin paz. Me acompañó en el cambio, en el triunfo, mi pobre triunfo pasajero como dice el gotán. Y estuvo conmigo recientemente, cuando la vida se puso interesante para mí y volví a saberme hermosa. No fue involuntario. Hice un espectáculo musical en el que recuperé mi belleza: Misa Negra. El jazz me devolvió la prestancia de mi sangre afroamerindia (los millennials coronan este tipo de frases con una expresión maravillosa: ahre).

A veces se ponía perfume y la piel de su cuello se ponía amarga y sentía que la misma naturaleza de sus células me advertía sobre la amargura que glaseaba su cuerpo: era todo lo paki que podía ser un hombre. Y yo lo amaba por eso, no me voy a andar callando en tiempos de cuarentena. ¿Se imaginan qué ejemplar de farsante si dijera que no amaba eso de él? Me calentaba su brutalidad para opinar sobre asuntos demasiado espinosos, el movimiento con que sintetizaba cualquier imprevisto, cualquier fuga. La noche entre sus brazos, oliendo el sándalo que había quedado de su sudor y el mío, el muro de piedras que era su pecho, su espalda, y el perfil terriblemente joven que me brindaban algunas posiciones, algunos de nuestros pasos de danza, la joya de nuestra privada ceremonia de apareamiento. Un poco avergonzados el uno del otro, él porque soy travesti, yo porque él es un machista. Pero no hay nada más familiar que la vergüenza. Tan común es la comedita que montamos alrededor de un vínculo tan fresco, tan urgente, como la tarde de nuestros cuerpos abiertos de par en par, una brecha de tribus, de procedencias muy distintas, donde inventamos nuestro contrato. La tarde de su pija y mi pija una contra la otra, con la mirada feroz, con ganas de que nunca termine. Nuestras miradas, en algún momento de la historia, se pusieron palpitantes de sabiduría. Habíamos adquirido un conocimiento como ese. No necesitábamos un noviazgo, ni excusas para vernos o para dejar de vernos, no queríamos hijos ni andar cruzando familias para que se conozcan y eso. Podíamos vivir nuestro amor de la manera más sencilla: alguien se encargaba del alcohol y poníamos la hora. Y él, bendito sea él, era siempre puntual.

Cómo no extrañarlo ahora que apenas cruzo palabras con mi tocaya en la despensa y mi amiga de la panadería. Con decir que fui al supermercado y nos retaron a la cajera y a mí, porque nos quedamos conversando y riéndonos de la actitud corporal de la gente, que andaba como avergonzada entre las góndolas.

Si este no es un momento para meterse a las aguas de la saudade, entonces me gustaría que dijeran cuándo es pertinente ponerse triste por un amor que no encuentra espacio, cuándo es oportuno detenerse a recordar la superficie de un pecho y también el interior de una boca. Cuándo podría estar con el maquillaje corrido, lágrimas de rímel surcando mis pómulos de Machi, llorando por ese hombre al que llegué como después de un viaje, como un imprevisto en sus planes, como el domingo siete en su derrotero amoroso, yo que traía un mensaje dentro de mí, tras las fronteras del culo, a las que solo se accede si sos un paki como este: limpio, educado, con un cuerpo hecho de piedra caliza, alguien tan peligroso como él, un muchacho que solo puede hacer las cosas bien.

Es el único nombre que se me viene a la cabeza cuando imagino con quién podría pasar estos días de animal de la sabana durante un eclipse. No saber si salir a cazar, a matar, a roer los cadáveres que otros mataron, si echarse a dormir o buscar un lugar donde esperar que un amor nos salve.

Solo con el Perro me hubiera dispuesto a atravesar un infierno A puertas cerradas.

La primera reclusión

Lo primero que pensé luego de que el Presidente nos dijera a las argentinas que nos quedáramos en casa fue que todo este temita del encierro era pan comido. Fanfarroneaba por teléfono con mis amigas y decía: a mí esta cuarentena me hace los mandados. Y aseguraba que iba a cuidarme en las comidas y entrenar como si estuviera en el gimnasio y permanecería tranquila. No era la soledad o no interactuar con los demás lo que me preocupaba. Dije: con todo lo que tengo para pensar, ahora me dan el tiempo para hacerlo. Qué suerte.

¿Por qué estaba tan confiada? Porque las travestis de mi generación, y las anteriores aún más, conocemos el encierro y no solo el que se sella con una puerta con llave sino el que nos condenó a llevar a esta travesti que somos encerrada dentro nuestro por años.

Es sabido que para las travestis la reclusión tuvo muy pocos permisos, muy pocas rajaduras por donde pasar la mano para tocar el sol. Se vivía en hotelitos y pensiones, las más suertudas en casas o departamentos, y las más suertudas todavía en casas donde solo vivían travestis. Pero, donde sea que fuese, recluidas del mundo que nos tocó vivir desde que manifestamos la maravilla. Se salía poco y casi siempre de noche. Directamente a la esquina, al coche, al Parque, al Mercado, con un trayecto marcado por las zonas seguras, que eran las zonas de oscuridad. Las zonas donde la identidad se difuminaba y quedaba la figura impresionista, el chispazo del color, que no es otra cosa que el aura que tanto le gusta mencionar a los spirituals argentinos al palo. La pensión donde viví toda mi odisea era como una cárcel, y salir a la calle tenía un tufillo a estarse escapando de algo. Las vecinas registraban, oh, claro que registraban las muy sucias, que yo salía de día como una anormalidad de su pensamiento, una falla en su registro del mundo travesti: TRAVESTI, NO SALGAS DE DÍA. NO CONFUNDAS A LAS SEÑORAS. Así que el paso era rápido, el pelo en la cara como un emo tardío, lentes de sol, ropa muy discreta, andrógina y sí, deme un cuarto de pan negro y me llevo una cajita de mate cocido. Gracias. Y volver rápido casi sin despegar el mentón del pecho, para que nadie sepa, ni los ángeles del infierno siquiera, que me había escapado de mi prisión. Cuarto antiguo, ventana alta, balconcito de hierro, puerta con vidrios, la pared donde se apoyaba la cama, de un anaranjado desesperación, el espacio bien cargado para que la vista no se aburra nunca.

Y ahora mismo, mientras escribo, la María Belén Correa me comenta en un post de Facebook que esto era lo natural para las travas. Nuestra casa era lo natural, como era tan natural que te murieras allá afuera, porque el afuera era un nido de espinas al que algunas veces queríamos volver sin ninguna herida. Volver a ocupar los días, los lugares comunes, las paradas de los colectivos y las cartas en los restaurantes. Pero eso, cariño mío, no sucedía casi nunca. Y salir a la calle en ese entonces me recuerda a los repartidores de Rappi y Glovo, ahí afuera, andando en bicicleta o en moto, buscando ese mango que te haga morfar o comprar un perfume. No importa qué. Lo que importa es que hay virus que las travestis llevamos escritos en el cuerpo y son los que finalmente confinaban nuestra belleza a los cuartitos que eran como úteros, matrices, placenta fucsia, fotitos siempre pegadas en las paredes, para que la Lemebel escriba, para que escriba la noche la memoria de lo que fue testigo. Nuestro salir a la calle, bañadas hasta la última gota en luz de luna y a este virus no lo traían de Europa, eh, no era este montón de ricachones que se fue al Viejo Mundo y al volver no hizo cuarentena porque le pareció que era justo ocuparlo todo. Hasta la salud de los que no la comieron ni bebieron. El virus éramos nosotras, testigas desde siempre de cómo la ciudad se vaciaba a determinada hora de la noche y, como quien dice, no andaba un alma por ahí, salvo las nuestras. Las de las travestis que teníamos permitido abandonar la cuarentena de años solo si era de noche y para vender la muñeca, como dice la Claudia Rodríguez.

Púber carcelaria

Y antes del encierro de las travestis hubo un confinamiento más severo. Durante un mes. Un mes duró el castigo que impuso Don Sosa a mi terrible y traidor pecado de travestismo. Teníamos unas cortinas raídas que un gringo de mano generosa para las sobras le había regalado a mi papá.

La tela de estas cortinas viejas era bellísima. Paño auténtico color obispo, color verde aceituna o mierda de moribundo, pero me parecía deslumbrante. Al ver que ni mi mamá ni mi papá le prestaban atención, ocupados en cosas más útiles que rescatar de esos regalos, contemplé la falda que iba a coserme a mano. La combinaría con tiras arrancadas de unas cortinas espantosas color mostaza con olor a insecticida y años de apelmazarse en la pobreza. Esperé que a mis padres se les fuera el interés por las cajas de sobras que les habían regalado y rescaté el paño verde. Y me cosí la falda, claro que la cosí. Con las puntadas a mano tan delicadas como un camino de hormigas. Cuidando cada detalle, pinzando aquí y tajeando allá. Porque el secreto en vestirse era que nunca se sepa si la prenda vestía o desnudaba. Y la terminé durante la ausencia de papá y mamá, así de simple, tan claro ahora cómo es en la ausencia de los padres que la vida se inventa.

Estaba probándome la falda absorta en mi propia hermosura. No escuché a mi papá volver. O volvió a pie y no en la catramina ruidosa que él amaba. Abrió la puerta del monoambiente donde vivíamos en ese momento y me pescó con la falda de puttana puesta, ajustando las tiras doradas para que se ciñera a mi cintura y marcara mi cola. La cola que muchos años después pagaría mi alquiler. Ese día mi papá no solo se topó con el pecado de mi travestismo. Se topó con mi cuerpo y eso fue, tal vez, lo más terrible que pudo sucederle a un hombre como él. Ver que su hijo maricón tenía un cuerpo y que en nada se parecía a lo que imaginaba. No era el flacucho bajo los pantalones sueltos que usaba para disimular las nalgas redondas, como el hijo de Pilar Ternera, no era el muchachito blando con esas remerotas enormes para que la cintura no revelara un talle tan fino, como un lirio pardo, hijo directo de la sangre de su esposa. No ¡Era una travesti nalgona, ni más ni menos!

Contra todos los terrores que me atravesaron cuando nuestras miradas se encontraron, esta vez no me golpeó. Ya se sabía cómo montaba él su acto de papá severo que manejaba a sus hijos con los ojos y un gesto fruncido que le venía de su eterno mal humor. Arremetía contra mí, sin importarle dónde golpeaba o cómo. Pienso que era un tipo con suerte, porque nunca dio un golpe que tuviera consecuencias graves. Las marcas del cintazo o el rebencazo. Pero nada más. Esta vez no reaccionó así. Yo estaba congelada esperando la catarata de puñetes, pero nada de eso sucedió. Se avergonzó conmovedoramente. Se ruborizó don Sosa en señal de humanidad. Pero, para no pegarme, me encerró un mes completo en el monoambiente, sin poder salir más que a hacer las tareas que, desde que el mundo era mundo, él me dejaba para que yo cumpliese. Cosas de varoncito que había que hacer en la casa, más las cosas de señorita, porque le gustaba tener la mano de obra sin género.

De modo que, durante un largo mes, estuve encerrada escribiendo cartas a mi mejor amiga de aquel entonces, ya lo he contado antes, en El Viaje Inútil. El asunto literario aquel de escribir cartas desde el pabellón de los hijos maricones.

Y cada noche la misma cantinela entre papá y mamá:

—Esta es una traición y vos sos la culpable.

—Si alguna culpa tengo es en haberlo querido al chico.

—Querido es una cosa, pero apañarle las mariconadas no. Te lo pedí al muchacho para hacerlo hombre, para llevarlo al campo, para llevarlo de putas y vos siempre protegiéndolo debajo de las polleras tuyas. Toda la vida te la pasaste haciéndome la contra.

—No me podés culpar de todo lo malo que pasa en esta casa. Vos también tenés responsabilidad en eso.

—¿Estuvo viendo el desfile de Giordano anoche? No va a ver más televisión. ¿Quién le presta los vestidos?

—No sé, Omar, no sé quién le presta la ropa.

—Vos nunca sabés nada. Se va a quedar encerrau acá hasta que aprenda. Y vos también vas a aprender, mierda.

—¿Qué tengo que aprender yo?

—A no hacerlo más maricón de lo que ya es.

Y luego cumplí mi condena sin chistar. Rumiando la perla de mi saliva, que era amarga y sabía que todo era una injusticia.

Un mes entero de mi adolescencia enclaustrada dentro de mi familia, de esa casa por la que habíamos trabajado tanto. Alguna vez una amiga dijo algo así como: fue una privación ilegítima de la libertad. A veces creo que sí, ¿no es verdad? Pero ni el padre que castiga ni el hijo que peca tienen cómo saber que ese castigo es un abuso. Al hijo le alcanza con que el padre no golpee. Que no le dé puñetazos, que es el clásico de ese hombre enfurecido de decepción, de asco por el hijo marica. Inventa un nuevo castigo, no menos cruel, pero que figura como una anomalía en la cruedad. Un mes entero de reclusión contra mi voluntad por tener un cuerpo y haberme atrevido a cruzar un rubor en las mejillas de don Sosa.

Mi mamá me decía:

—Ya te vas a poder ir a Córdoba a estudiar y a vivir tu vida, hijo. Aguantá.

Yo cerraba los ojos con una bronca, no se imaginan las rabietas que tomaba en mi adolescencia. Le reclamaba:

—¿Por qué no me defendiste? ¿Por qué le permitiste que me encerrara?

—No puedo hacer nada. Me tiene completamente dominada. Pero se le va a acabar, hijo. Algún día se va a acabar esta injusticia.

Iba al baño a fumar y escuchaba cómo sorbía los mocos. Salía de ahí, odiándome profundamente. Ella podía salir. Me dejaban largas horas sola.

Por esto fanfarroneé que a mí la cuarentena me hacía los mandados. Qué podría importar ahora la cuarentena obligatoria. Si ha sido familiar desde siempre el espacio prohibido y el tacto castigado. Estar lejos de los otros, no poder besar, no poder cruzar de una vereda a otra, a cualquier hora, por miedo a recibir insultos, humillaciones en bisílabos… Diré que me alegra que esta experiencia del miedo al afuera sea común a todos. Me alegra ahora que todos se queden en sus casas sintiendo que el planeta los llama, que las estrellas los convocan, que los cuerpos siguen siendo deseables. Me regocijo en verlos ahora recurrir a algo tan barato como un barbijo para tener algo de tranquilidad. Teman a la muerte y al otro. Esto es lo que las travestis conocemos desde el principio. Pura cárcel, de hierro, de palabras y de pieles.

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