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Episodio 2: “Ambient o música de pandemias”, por Ezequiel Gatto

Segunda entrega de su Diario "Signos de época"

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Segunda entrega de su Diario "Signos de época"

Episodio 2: "Ambient o música de pandemias" por Ezequiel Gatto

¿Qué tiene la música ambient que la hace tan amable para pasar la pandemia? Ezequiel Gatto abre su historial de escuchas durante estos meses extraños y trata de responder a esa pregunta, mientras suena un murmullo de fondo.

 

William Burroughs sostuvo que la palabra llegó al humano desde afuera, a través de un virus. En La revolución electrónica (1970) escribió: “La palabra en sí misma puede ser un virus que ha logrado un estatus permanente con el huésped”. La hipótesis suena un poco delirante. Sin embargo, si evitamos la imagen de un homo sapiens constituido que a posteriori de su plena constitución física se habría encontrado con un virus, y pensamos, en cambio, en un proceso evolutivo prolongado, hay un elemento de la hipótesis del escritor estadounidense que aparece como cierto: una de nuestras capacidades fundamentales fue, alguna vez, una mera virtualidad del universo.

En efecto, estamos hechos de “polvo de estrellas”, por lo que la materia que nos constituye viene, efectivamente, del espacio exterior. Somos, como la propia Tierra, extraterrestres. Como el oxígeno, el hidrógeno, el nitrógeno, el carbono, el calcio, el fósforo, el potasio, el azufre, el sodio, el cloro y el magnesio: la química vital. La posibilidad de la palabra, por transitiva, también viene del espacio exterior. Digamos que somos un efecto del afuera. No sólo de los otros, ni de la cultura como tal, sino también del afuera más radical, como una explosión hace 14.000 millones de años, unas partículas elementales, un virus.

 

La pandemia es una suerte de afuera muy poderoso. Hay, por supuesto, condiciones sociales que la propiciaron (entre ellas, los modelos alimentarios, la enorme cantidad de personas desplazándose por el globo, los sistemas de salud poco capaces de prevenir, las desatenciones políticas, los abusos empresariales), pero tiene también un núcleo de puro afuera, que se deja ver más claramente que en otros momentos porque la posibilidad de controlarlo es poco eficaz. Si una vacuna es un modo de atenuar la letalidad de algo que viene de afuera, como cuando se desvían meteoritos que podrían impactar contra el planeta, el SARS-CoV2 es un afuera amenazante, resistente e insistente. Una lluvia de meteoritos microscópicos.

 

El virus y los problemas de salud que genera producen una suerte de paisaje inabarcable de un poder excepcionalmente amenazante. No es como el mar, que nunca deja de inspirarnos imágenes de un poder que nos excede pero que sin embargo no vemos como un fenómeno que se nos resiste. Podemos olvidar el mar. En cambio, un rasgo del covid es que no podemos olvidarlo. Estamos experimentando, a escala planetaria, el fenómeno de la atención inevitable. Justo en la sociedad de la distracción, en la que la atención es un bien escaso por el que luchan corporaciones, individuos y grupos, emerge un virus que fascina y envuelve. Tal es su poder de atracción, tal su gravedad (nunca más evidente la doble acepción).

 

Algo hay que hacer con eso, con este paisaje pandémico, con esta atmósfera-Covid. El riesgo de ser arrasado es muy grande. Y el problema no está tanto en el encierro o el repliegue - aunque haya repliegues mortíferos y encierros insoportables- sino en la tensión extrema entre la necesidad epidemiológica de ese repliegue y un afuera virósico hiperpresente. En otras palabras, el problema no es guardarse sino sentirse acorralado. Sentirse presa. Presa en la ciudad.

 

Tal vez por eso estoy pasando una buena parte de la cuarentena escuchando ambient y música instrumental emparentada de algún modo con aquella. Las justificaciones a posteriori corren el riesgo de ser, además de verdaderas o falsas, aburridas. Pero con el paso de los meses fui encontrando una relación de necesidad entre esta inclinación al ambient y la pandemia: el “mood” que provee el ambient se fue volviendo una estrategia para atravesar (¿atravesar?) la pandemia. Es una respuesta a la insoportable afueridad de la pandemia. No es lo único que estoy escuchando, pero  puedo decir que nunca escuché tanto ambient -tan sistemáticamente, tan cotidianamente- como en estos últimos siete meses.

 

Para escribir este ensayo revisé mi historial de reproducciones. Veo al precursor Erik Satie, al padre fundador -o quizá el Juan Bautista- Brian Eno, al amazing Jon Hassell. También hay ambient japonés (Satoshi Ashikawa, Hishiro Yoshimura, Takashi Kokubo, Yoshio Ojima, Suzumu Yokota), una línea que llamaría “mujeres del ambient y la experimentación” (Joanna Brouk, Suzanne Cianni, Pauline Oliveros, Ka Baird, Kaitlyn Aurelia Smith), tótems del género como Steve Roach, Oval, Aphex Twin, Boards of Canada, The Orb, William Basinski, y piezas hermosas poco conocidas, como las de mi amigo Charlie Egg, un pionero de la electrónica en Argentina, que lanzó maravillas ambient y minimalistas a principios de los 2000s (Formas modeladas, Láudano) por el sello Planeta X. Ahora mismo estoy escuchando un ránking de Pitchfork que tiene un título definitivo “Los mejores discos 50 de la historia del Ambient”. Y aunque me quejo de la retórica competitiva en unas recomendaciones que podrían presentarse de otro modo, y desconfío del paladar legitimador de Pitchfork, la estoy siguiendo a modo de mapa para un recorrido en el que me desvío y para educar un poco al algoritmo de Youtube, que rara vez me tira tres recomendaciones buenas seguidas. Como el movimiento es amplio, fui agregando músicas que sin ser parte del género ambient tienen rasgos estéticos y funciones sociales afines: hip hop instrumental, dub clásico -lo más lento, despojado y gomoso posible-, cosmic jazz, drone, electrónica experimental, obras de música contemporánea. En definitiva, un espectro musical signado por estéticas de flujos sonoros continuos, ausencia casi total del canto, texturas, pocos cambios armónicos, piezas que suelen durar más de quince minutos (a veces, como en el disco de Max Ritcher, Sleep, llegan a extenderse por ocho horas),

 

¿Qué tiene el ambient que lo ha vuelto tan adecuado para mi cotidianeidad en pandemia? Dos características que, según Brian Eno, parecen opuestas pero en verdad son complementarias. La primera es la de ser una música que permite una atención descentrada, pero no como la que prestamos a una música definida sino más bien como la que le prestamos a un murmullo. Porque no se trata de música que acompaña (eso puede suceder con todas las músicas) sino que es música compuesta con tal fin. Digamos que si Muzak (la empresa que vendió durante décadas música a ascensores, restaurantes, fábricas, shoppings) introdujo un acompañamiento estético, donde hay un protagonista -humano- y un actor de reparto -la música-, el ambient es una estética de la coexistencia, donde protagonismos y acompañamientos son posiciones móviles. Como si nos invitara a sustraernos de las conversaciones definidas, los relatos, la palabra, una cosa seguida de otra cosa, la nitidez de los límites, y nos empujara a una experiencia donde el sonido lo abarca todo, magnánimamente y en detalle. Un poco como cuando nos quedamos dormidos en un sitio muy ruidoso y con gente alrededor, y las palabras se van deshilachando, fundiéndose con otros sonidos. El ambient es una posibilidad de fundirse, de perder el centro (podría empezar en cualquier punto y terminar en cualquier otro, como el universo esférico de Pascal), de dejarse llevar en un flujo sonoro. Ese rapto musical ha sido muy genial para ¿atravesar? la cuarentena y la pandemia, porque la palabra dura, que viene de afuera, recibió una respuesta disolvente. A la narración monotemática le opuse una sonoridad en la que lo tematizado no es un asunto, salvo como concepto; a la demanda de atención constante del virus, le opuse una estrategia sonora de atención flotante.

 

La segunda característica del ambient según Eno es la ambientación. Complementaria  porque si el descentramiento nos permite distraernos de un relato, la ambientación permite inventar un lugar donde tal vez sólo había un sitio. El ambient, perdón por la tautología, ambienta un espacio, parece estar en cada punto, más que irradiar de un punto. Lo vuelve lugar (lo cual es un tanto irónico, porque el disco fundacional de Eno fue imaginado en y para aeropuertos, esos sitios que Marc Auge utilizaría como símbolos de su noción de no-lugar).

 

La invención de un lugar se me aparece como otro modo de aplacar la “furia del afuera” que la pandemia parece haber traído o, cuanto menos, intensificado exponencialmente. Ambientar para que el afuera no me despedace, para no tener que pensar siempre en el afuera, para poder soportar el adentro, para volverlo lugar. De esa ambientación, me dí cuenta con el paso de los días, excluí la posibilidad de la tensión y el alerta, es decir, evito las sonoridades que me inducen imágenes persecutorias, sensaciones de amenaza, alertas. Todas sonoridades que también forman parte del género, como Aphex Twin, Ford & Lopatin, A place both wonderful and strange, Moon Diagram y las obras más cercanas a la film music de suspenso, que suelen toma formas aterradoras, una decisión estética discutible si se piensa que la incertidumbre -no saber, no poder hacerse una imagen nítida del porvenir- puede ser fuente de otros afectos y prácticas. De hecho, la pandemia me ha llevado a pensar y explorar el afecto de incertidumbre sin caer en el pánico ni el optimismo tonto. Tal vez mi selección estética en cuanto a qué ambient escuchar tenga que ver con la decisión de mantener abierta la incertidumbre como condición de invención.

 

Al efecto envolvente y total del virus, le estoy respondiendo con una ambientación. De hecho, en esta fabricación descubro que el rock, el hip hop, el funk, el pop, géneros que me encantan, se vuelven un poco extraños sin la posibilidad de escucharlos en la calle. No sólo de escucharlos efectivamente en la calle, sino de tener a la calle como posibilidad imaginaria, que es precisamente lo que la cuarentena nos sustrajo. Ilustro: cuando escucho un tema de Beatles, Lamar o Rosario Bléfari algo en mí traza una línea de fuga posible hacia la calle. Tal vez por eso se dice del rock, el hip hop o el indie que son géneros “urbanos”: no por haber nacido en la ciudad, sino por contener a la calle como posibilidad. Y si tuviera que decir dónde me enamoré de esas músicas, tendría que hablar de calles, parques, caminatas, recitales, viajes en colectivo, encuentros con amigxs, rutas, mucho más que de mi casa o mi dormitorio. (Y debo decir, también, que pocas veces que escuché discos ambient caminando por la calle. La calle exige una tensión y una atención que el ambient, precisamente, busca disolver, distender. La calle no es “ambientable”). Cómo afectó el corte de su retroalimentación con la calle a las estéticas musicales durante la pandemia lo iremos sabiendo a medida que lxs músicxs saquen sus nuevos trabajos, pero ahora que la calle redujo sus probabilidades de existir para nosotros, que la transitabilidad del espacio exterior está en un momento a la baja, puedo decir que la pandemia está afectando las estéticas musicales de mi espacio doméstico. Todos los días, un par de horas -sobre todo diurnas- construyo una barrera del sonido sanitaria.

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