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Episodio 1: “Los elefantes se emborrachan en cuarentena”, por Gabriela Cabezón Cámara

Diarios - Marzo/Abril 2020 - La mirada perdida

Debates, Diarios

Diarios - Marzo/Abril 2020 - La mirada perdida

Gabriela Cabezón Cámara se sube a su auto acompañada por sus perros, toma la ruta y se dirige a su casa, unas horas antes de que el gobierno nacional decrete el aislamiento social obligatorio. Los cuatro episodios que firma son la crónica de ese viaje, de los días que siguen en una vida cotidiana modificada por los acontecimientos y por las conjeturas. Un registro de la experiencia detenida y del pensamiento, que fluye en apuntes sobre el presente.

 

Yacen relajados, culo con culo, con las orejas y las trompas plegadas, las patitas gordas dobladas. Se los ve medio rosados sobre la tierra roja, rodeados de arbustos verdes de té. Sonríen. Parece que hace un rato, con otros doce, se tomaron treinta kilos de vino de maíz. No sé qué es eso, pero parece que pega porque me imagino que no cualquier cosa voltea a catorce elefantes. Mientras freno y acelero lento en la fila del peaje de Hudson pienso en ellos. Es un rato nomás de fila horrible de autos bajo un cielo esplendoroso. Después, pasamos el control sanitario: una fila larga de policías, personal de Vialidad, gendarmes, médico. Todos uniformados. Y los periodistas con sus micrófonos y cámaras y móviles que le habrán caído como langostas al trigo al tipo que manejaba con fiebre que voy a ver más tarde, en un rato, cuando llegue a casa veloz porque hoy, después de que pasamos el cordón sanitario, voy rápido. En general, siempre, es decir cuando no hay control sanitario, voy más o menos lento por la ruta. Me distraigo fácil. Hoy, por ejemplo, pude ver un ternerito que sería, especulé, recién nacido: tenía las patitas un poco combadas, como si no fueran del todo sólidas, por el esfuerzo nuevo de estar parado ahí en un campo de los que todavía hay al costado de la Ruta 2. Pasamos el control sanitario que estaba justo en el peaje de Hudson. La policía, que apenas pasé la barrera y bajé la ventanilla me saludó con un “buenas tardes, señor, eh, disculpas, señora”, no juzgó que yo, ni mis cinco perros, tres de los cuales se amontonaban conflictivamente en el asiento del copiloto, ameritáramos inspección médica. “¿A dónde se dirige?”, me preguntó. “A Abasto, La Plata”. “¿A dónde?”. “Abasto, La Plata”, repetí, y ella movió la mano en señal de avance, avance, Abasto La Plata está bien y listo, ahí salimos a todo lo que da el fitito, mis perros y yo, que pasamos el control sanitario mientras, ahora sí, casi todo lo sólido se desvanecía en el aire prístino como pocas veces pero menos prístino que mañana. Como el agua de los canales de Venecia. Como la atmósfera china. Como la libertad de los elefantes de Yunan que, ausentes sus cuidadores por el coronavirus, pudieron elegir y eligieron vino. Yo también elijo vino, hermanos elefantes, así que paso por el supermercado del pueblo antes de ir a casa. Hay un policía en la puerta y los trabajadores andan con barbijos y guantes de látex. Cigarrillos quiero también aunque hace mucho que no estoy fumando. Y chocolate aunque tengo el hígado poco combativo y Coca Cola aunque Coca Cola me parezca de lo peor que hay en el mundo. Ganas de intoxicarme tengo. Ganas entusiastas de entusiasmo raro pero entusiasmo al fin. Consigo todo. Y con tarjeta aunque no sepa muy bien cómo voy a pagar la tarjeta el mes que viene: soy monotributista y hace algunos años que logro sufragar mis gastos, modestos ellos, con tranquilidad a condición de que mantenga la modestia. No me quejo: es una modestia que no es molestia, una modestia serena, con pocas angustias. Pero la pandemia hace tambalear un poco, no sé cuánto, mi estructura económica. Mi estructura económica es mi cuerpo, como la de tantos, como la de la mayoría, y de mi cuerpo básicamente las manos y la cabeza: escribo, hablo en clase. De esa clase de trabajadores que están al día y a veces le corren un mes atrás al tiempo y algunas otras veces menos, un mes adelante. Y ahora quién sabe. Y no me refiero al pago de mi tarjeta el mes que viene, me refiero a casi todo. Quién sabe nada ahora. “Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profano, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”. Marx lo escribió en el Manifiesto Comunista, en 1848, y hablaba del capitalismo que transformaba a velocidades inauditas todo lo que tocaba. Y tocaba todo. Pero no sabía, Marx, y eso que algo de la ruptura de la circularidad de la relación de humanidad y planeta vio –ah, la alienación, como si no fuéramos parte del planeta–, hasta qué punto transformaría todo, incluso la corteza de la Tierra, y su atmósfera, no sabía que sería una fuerza geológica el capitalismo. Que transformaría todo pero todo-todo, hasta el agua y el aire, que ocasionaría una extinción masiva. Sabía, eso sí, que ocasionaría su propio final. No sabía que en ese final probablemente se llevaría puesto todo lo que vive en este mundo, incluyéndonos.

Pero hoy lo que se desvanece en el aire son todos los planes que teníamos para este año y tal vez para el que viene y para el otro y para el otro también, mientras los canales de Venecia se vuelven prístinos y llenos de peces y cisnes. Y miles de millones de chinos, si asoman las cabezas por las ventanas y se sacan los barbijos, respiran aire limpio. Y los elefantes se emborrachan, tal vez porque festejan poder ser sin ser sometidos a ningún humano. Porque pueden andar por el mundo sin miedo por un rato. Como los cuises que, a veces, cuando no anda nadie, más en invierno que en verano, me encuentro en la cuadra de casa, toda de tierra y con árboles que se le vuelcan encima, los encuentro haciendo cosas con sus manitos como si la calle fuera de ellos porque no hay nadie más que ellos y los pájaros y entonces la calle es de ellos y de los benteveos. Unos pocos animales –algunos de los silvestres, los que no son objeto de la industria alimentaria que es una máquina de tortura sin fin que les arrebató a los animales incluso las breves vidas que vivían antes de ser sacrificados, que les depara solo tortura desde que nacen hasta que los matan– liberados por un ratito del infierno que el capitalismo les tiene destinado como única posibilidad de vida. Pero la regla, lo de siempre, desde que se inventó la industria alimentaria contemporánea, lo que fue y será, es el infierno. Los hermanos elefantes bebiendo, los hermanos pingüinos paseando por el acuario que los tiene encerrados la vida entera son postales excepcionales. Lo que rige es la tortura o la muerte por inanición o la persecución sin fin, la masacre.

Y sigo la conversación con mi amiga que vive en Francia: “¿Y te imaginás la violencia en las casas? ¿Con los chicos y las chicas? ¿Contra las mujeres? ¿Te imaginás toda la gente que vive en la calle, la que cartonea, la que vive de a diez en una pieza?”. Mi amiga se imagina toda esa violencia estallando en un encierro puertas adentro, en el seno de la familia, en el seno de la célula de la sociedad –la célula asolada por el virus biológico y castigada por el extractivismo brutal–, toda esa violencia que, generalmente, se disipa en otras: las del trabajo, las de las condiciones del trabajo, las del pago por el trabajo, las del viaje al trabajo, las del aire sucio, la de falta de tiempo para nada que no sea la urgencia de subsistir. Se disipa, esa violencia, en la ausencia, en apenas cenar y dormir en la casa familiar, en no estar siquiera en sí. Toda la familia unida y encerrada en una casa. Si creyera en algún Dios, rezaría o le haría ofrendas para pedirle que esa violencia no estalle en las casas. Pero no hay más Dios. Y donde todavía hay, o donde volvió a haber, como en los templos, el milagro del alcohol en gel cuesta mil pesos. Es que pasamos el control sanitario –¿qué género más que la distopía puede haber después de un control sanitario?–, pasamos el control sanitario y la economía se cae a pedazos y la policía nos controla acá y en todas partes y fumo como ha de estar fumando cualquier vieja en Roma en este momento sabedora de que si se enferma se muere porque el sistema sanitario de su país no da abasto y dejan morir a los viejos y qué ganas de morir fumando. Y en silencio. ¿Pensará la señora en qué curioso la barbarie en el corazón de Europa, en la cuna de Occidente? ¿Pensará la señora en subirse a un barco, tal vez tenga un velerito, con sus amigos para irse de ahí? ¿Pensará la señora en los barcos llenos de refugiados que su país deja naufragar? ¿Pensará en la guerra, en las dos guerras, las que vivieron sus padres y sus abuelos? ¿Se sentirá siria? ¿Descartable, extranjera en su propio país? ¿Pensará la señora mientras fuma en los 37 mil millones de euros que el Estado de su país le recortó al sistema de salud pública? ¿Se preguntará a dónde fue ese dinero? ¿Lo vinculará con el fenómeno paralelo de todos los recortes de estas últimas décadas? Los 26 gigamillonarios que tienen más riqueza que 3.800 millones de personas, que más de la mitad de la humanidad. O en el 1% de garcas que tiene el doble de riquezas que 6.900 millones de personas, que casi toda la humanidad. Y ahora este virus raro que mata pero no mata a tantos pero igual paraliza todo. O casi todo. Un virus biológico, una pandemia –que es ya una infodemia, una pánicodemia– paraliza la economía mundial. Hablan de una crisis de la magnitud de la del ‘30, mayor incluso. Nadie sabe cómo salir, dicen. Del mismo modo que nadie sabe cómo parar antes de que el cambio climático nos extermine y siguen extrayendo petróleo y quemando combustibles fósiles y deforestando selvas. Eso que dice Jameson, eso de que es más fácil concebir el fin del mundo que el fin del capitalismo. Repartir: tendríamos que repartir la riqueza, que compartirla. Pasamos el control sanitario y fuimos al súper y al quiosco y usamos la tarjeta tal vez imprudentemente y llegamos a casa y los perros como siempre me abrumaron en la esquina y les abrí la puerta del fitito y corrieron a toda velocidad –Roja con sus dos patas y media– y los cuises se escondieron y entré a casa y fui a chequear los zapallos y los repollos que crecen locamente, vertiginosamente y los miré con vértigo y alegría y con elefantes borrachos en la cabeza y decidí que mañana voy a ir a la ferretería, el presidente dijo que van a estar abiertas –qué suerte que sea Alberta el presidente de la pandemia– y voy a comprar un pico y voy a abrir la tierra para agrandar la huerta y voy a ver cómo aparecen las lombrices coloradas y los bichos bolita y cómo crecen las plantas y voy a ver si encaro el gallinero porque hace mucho que quiero vivir así, cuidando de huerta y gallinero, y porque la cuarentena empezó esta noche y entonces los planes se vinieron abajo y Caro no va a poder venir mañana y todos estos días, todos los que dure el aislamiento, voy a estar acá sola con los perros y voy a ver si puedo salirme del virus biológico y del otro virus, el de las redes, que nos secuestra la cabeza y nos extrae y nos extrae información como le extrae el silicio a las entrañas de la Tierra y voy a buscar mi tesoro: un rato de silencio y de quietud. Paro. Mañana paro como casi todo para. No les peguen a sus hijos. No les peguen a sus mujeres. Paremos y repartamos de nuevo, compañerxs, camaradas. Y festejemos con los hermanos elefantes, dejémonos caer borrachos y sonrientes sobre una tierra roja, rodeados de plantas de té, al sol.

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