|

Episodio 1: “¡Hola, mundo!”, por Martín Kohan

Diarios - Marzo/Abril 2020 - Las hipótesis provisorias y otros sentimientos

Debates, Diarios

Diarios - Marzo/Abril 2020 - Las hipótesis provisorias y otros sentimientos

La idea del mundo con la que hemos vivido hasta hoy acaba de estallar. Si antes había un afuera, un margen, un lugar exótico y un lugar remoto, hoy el mundo parece no tener escapatoria. ¿Cómo haremos para quedarnos aquí?

 

Nos entendíamos mejor, según creo, con la anterior idea de mundo, con la anterior noción de lo mundial. Que no abarcaba, en realidad, al mundo entero, que no era mundial en sentido estricto. Y por eso, precisamente, es que nos entendíamos mejor. Se trataba, a decir verdad, de un todo imaginario, de un ejercicio de metonimia colectiva. Tomábamos una parte y la hacíamos equivaler al todo. Le otorgábamos esa entidad, la de mundo, a una cierta cantidad de países, a veces apenas a un puñado. Y es que el mundo y la mundialidad eran más que nada una ambición moderna; no hacía falta concretarla en la empiria, bastaba con postularla y en cierto modo sentirla así. Del primer Mundial de fútbol, en Uruguay 1930, participaron unos pocos países; algunos no acudieron, les quedaba demasiado lejos; otros ni siquiera se enteraron. Y sin embargo, sí: fue un Mundial, el campeón (Uruguay) fue campeón del mundo entero. De la Primera Guerra Mundial participaron ciertos países, no menos que de la Segunda; y aunque las consecuencias (económicas sobre todo) se expandieron en gran escala, no hubo bombas ni combates en todos los países del mundo, no todos tuvieron trincheras ni sufrieron invasiones. Y no obstante, la metonimia funcionó: las dos fueron guerras mundiales. En julio de 1969, la utopía se realizó: el mundo fue visto entero, fue visto por fin como un todo, el mundo resultó por fin un mundo por primera vez en la historia. Así lo vieron dos o tres tipos, pero con ese testimonio bastó. Podría decirse, incluso, que no fueron a ver la Luna, que se fueron hasta la Luna para poder ver la Tierra; que no salieron a explorar el espacio exterior (¿y el interior, cuál sería?), que salieron al espacio exterior para poder ver como un todo a ese todo al que ya se denominaba mundo. Abarcarlo con la mirada, con un golpe de vista como quien dice, era tanto o más importante que abarcarlo en un recorrido: Neil Armstrong completaba y superaba al bueno de Sebastián Elcano, al bueno de Magallanes.

Por algo apareció en este tiempo la tontera del terraplanismo. No importa que desvaríen; interpelan, delirando, ese mismo imaginario: el de la Tierra como un todo. Más atinados en ese sentido, mucho me temo, que aquellos que consideraban que la Argentina estaba “en el mundo” o había vuelto “al mundo” porque Macri coqueteaba en Davos con tales y cuales países; y que había quedado “fuera del mundo” cuando se aliaba con tales y tales otros. ¿A qué se considera mundo, a qué parte se le adjudica el valor de un todo, en esa clase de entendimiento ideológico? Porque está claro que ese mundo no es en verdad el mundo entero. No lo es siquiera el que, bajo el concepto de mundialización, certeramente teorizó y analizó Renato Ortiz, estudiando de qué forma se planetizaban ciertos consumos y ciertos parámetros, y no solo a causa de los imperialismos. Tampoco lo es por completo ese mundo globalizado de las nuevas tecnologías, ese todo que es o produce Internet; el que alteró radicalmente las escalas de lo cerca y de lo lejos, ese al que se dirigía con razón Carlos Bilardo al empezar con un “¡Hola, mundo!” cada uno de sus programas en las noches de radio La Red (y es que sabía que no se lo escuchaba solamente por radio, sino también por Internet; es decir, desde cualquier parte del mundo).

Nos entendíamos mejor, según creo, con la anterior idea de mundo; con esa que designaba un todo pero no era un todo en rigor de verdad. No lo era, por una sencilla razón: admitía, mal o bien, un afuera. Hay sectores del mundo en los que no hay Internet, o no la hay abiertamente. Hay sectores del mundo en los que no hay Mc Donald’s. Ese mundo componía un todo, no digo que no; pero ese todo tenía un afuera. El Amazonas, la Antártida, algunos remotos confines de Rusia, algunos remotos confines de China, eso que se llama “el corazón del África”, las fantasías de fuga a la Patagonia, algunos viejos bares de barrio: todo eso que daba en llamarse mundo, no llegaba del todo ahí. Ese mundo, siendo un mundo, tenía un afuera (lo tenía adentro, pero era un afuera).

La pandemia del corona virus trae a colación el mundo entero de verdad. Nuestra primera gran experiencia, nuestra primera experiencia efectiva, del mundo entero de verdad. El mundo todo: no tiene afuera. Nadie está a salvo, nadie está exento; en ningún lugar no hay virus o amenaza de que llegue el virus. Se cierran fronteras como se cierran compuertas: nacionales, provinciales, urbanas. Se cierra y se compartimenta precisamente porque no hay afuera, ningún lugar adonde ir. Hay que escapar, pero para adentro. Se frustran los reflejos de fuga, que fabrican siempre un afuera; como en esto no hay afuera, es preciso escapar para adentro. Y justo cuando el mundo es por fin mundo, un todo en el que estamos todos, lo que hay que hacer es meterse en casa, guardarse y ya no salir. Justo cuando esa expansión totalizadora tan propia de la modernidad se realiza, aunque sea en la desgracia, es preciso replegarse, guarecerse en el mundito propio. No funciona como las pestes del medioevo, aunque las evoque. Es peste mundializada, un hecho de la modernidad.

El mundo entero por fin, pero metido cada cual en su casa. Tal y como lo concibió Jorge Luis Borges en “El Aleph”, ya que había que meterse en el sótano de una casa de Constitución, adentro y abajo, para poder ver, desde ahí, el todo; abarcar el universo en todos sus hechos, en todos sus tiempos, en todos sus lugares. El corona virus nos empuja hacia nuestras casas, separados unos de otros, justamente porque estamos unidos, enganchados todos en un mismo asunto. En una casa de artículos de limpieza del barrio hay un cartel que siempre me llamó la atención: “Traiga su propia bolsa, cuide el planeta”. Tienen razón, ya lo sé, no es bueno que pulule el nylon. Pero hay un salto de dimensiones que al menos a mí un poco de vértigo me da. Mi bolsa, el planeta. Si la llevo, lo protejo. Si me la olvido, lo perjudico. Desde un sencillo negocio de Almagro, como desde un sencillo sótano de Constitución, se accede de repente a un todo: se accede a lo universal.

Cuidar el mundo, claro. Pero, ¿y ahora? ¿Ahora qué? ¿Ahora tenemos que cuidarnos de él? Porque el mundo, ya sin afuera, se volvió él mismo un afuera. ¿Hay que cuidarse entonces entre todos? ¿O hay que cuidarse de todos? Lo que no sería, con todo, lo más complicado, lo más difícil de aceptar. Más complicado, más difícil de aceptar, es que pueda ser uno, uno mismo, de quien los otros tengan que cuidarse.

Conseguí tu entrada

RESERVAR

Suscribite a nuestro newsletter