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Episodio 1: “El juego de las niñas que rezan en la calle”, por Andrea Garrote

Debates, Diarios

La pandemia ha interrumpido el juego de niños. Las corridas en la calle, las alianzas cuerpo a cuerpo. ¿Y el teatro? La actriz y dramaturga Andrea Garrote se formó acaso en los juegos de infancia. Y a esos juegos vuelve, como quien vuelve a un rito de iniciación.

 

Camila y yo jugábamos a la misa. Alejo, el hermanito de Camila hacía de nene inquieto y molesto, cosa que le salía naturalmente. Nosotras intercambiamos los roles restantes que eran; de cura, mi favorito, o de mamá del niño molesto. Usábamos un misal diario, así se llamaba el libro que le sacamos a la abuela loca de Camila. El libro tenía tapa de cuero, papel biblia y el nombre en letras doradas. Yo ya había descubierto, hurgando en la biblioteca de mi casa que los libros menos interesantes solían tener un aspecto elegante. Como si el cuero y el dorado los salvara de sus palabras incomprensibles de su castellano mañoso y antiguo.

Cuando se desató la pandemia y sus nefastas consecuencias, recordé uno de esos libros de la biblioteca de mi infancia. Una imponente biblia con su temible final, el apocalipsis. Sin embargo, no sentí ese viejo miedo que me provocaba. Lo primero que sentí fue bronca. Bronca porque este virus no era un acontecimiento imprevisible, una acción aislada que produce un corte. No. Esta calamidad es consecuencia esperable de la depredación cada vez más acelerada de nuestro hábitat. Pertenece al mismo hilo narrativo en el que estamos sumidos desde tiempos inmemoriales. ¡Oh! Estamos desertificando el mundo. Y por mundo me refiero no sólo a la tierra sino también a nuestros lazos comunitarios y nuestras mejores expresiones como seres humanos. Hoy, hay cientos de niños pequeños que no pueden jugar cuerpo a cuerpo con otros y aquellos juegos de infancia para mí, fueron definitorios.

Aunque el juego de la misa era siempre el mismo. La que hacía de sacerdote debía permanecer muy seria, y comenzar la ceremonia pidiendo: “Recemos hermanos: Padre nuestro que está en los cielos, santificado sea tu nombre…” El niño, ese siempre era Alejo, no tenía edad suficiente para intercambiar el rol, empezaba a moverse, a llorisquear de aburrimiento, y ante semejante falta de compostura, el cura lanzaba miradas terribles a la supuesta madre que debía intentar controlarlo. Pero el niño seguía sin hacer silencio, ni estarse quieto, entonces el sacerdote se distraía o maldecía por lo bajo y la madre terminaba gritando, así seguíamos ambas tratando de no reírnos. Hasta que Alejo ya harto, no tendría ni tres años cumplidos comenzaba a deambular por la habitación tocándose con una mano los pantalones a la altura de las partes non santas y diciendo cualquier cosa fuera de lugar. El cura detenía el sermón y le pedía a la señora que por favor retire al niño de la ceremonia. La señora trataba infructuosamente de alzar a la diabólica criatura. Esto provocaba que Alejo se contorsionara y chillara como un cerdo, era una lucha cuerpo a cuerpo por silenciarlo, hasta que el cura para tapar el berrinche arengaba a cantar todos juntos: “¡Santo, santo, santo! ¡Gloria en las alturas! Cantando los tres corríamos por la pieza, saltábamos desde la cama al piso y acto seguido poníamos el disco de Pipo pescador. Con la llegada de los discos de Los Parchií o Rafaela Carrá, el juego de la misa dejó de ser divertido y Camila y yo nos encerrábamos en su pieza, hablábamos de nuestro amor por Tino y bailábamos las coreografías imaginando ser Yolanda.

Los primeros dos meses de la cuarentena, antes de poder reinventar mi rutina, mi trabajo, sólo podía ver comedias o cosas bizarras del pasado. Le mostré a mi hijo el Batman de mi infancia, me vi el documental de Los Parchís, puse en Spotify “Don diablo”, mi canción favorita del grupo con incuestionables guiños cachondos que compuso Miguel Bosé. Una estrategia emocional de evasión hacia un mundo más ingenuo, más seguro de sí mismo. Una forma de sortear el duelo por lo perdido. No voy a hacer la extensa lista de duelos que nos competen a todos, voy a ir directamente a una situación más personal; hacer teatro. El teatro era mi oasis en la ciudad. Ensayar, dar clases, hacer función, ir a ver una obra y sobre todo lo que esas actividades provocan en el modo de relación entre las personas que la comparten.

Intenté escribir una nueva obra pero –sumada a la falta total de proyección– me volvía la bronca y a los personajes se les venía encima la agenda apocalíptica, el tema total y yo no quiero andar gritando lecciones en las obras, porque creo que el arte es poderoso en su especificidad de novedad, en la presentación de otra forma de mirar, de escuchar, de pensar. Me gusta el teatro que le saca la lengua al rey, la norma, el que genera pensamientos, risas y erotismo en un rito pagano comunitario. Y me acordé del juego que suplanto al anterior en la misma temática, lo invocábamos diciendo:

“Hagámonos las niñas que rezamos en la calle.” Y el juego era nada menos que eso. Por la tarde Camila y yo nos poníamos vestiditos, nos peinábamos con hebillitas y salíamos a la vereda y en la puerta de la esquina de la vieja Maite nos arrodillábamos y rezábamos el ave maría o el padre nuestro susurrando, esperando que pase alguien y nos vea. Recuerdo cuando vi por primera vez esos compilados de cámaras ocultas de países nórdicos me acordé de las niñas devotas. Nos disponíamos apenas comenzaba la esquina y bien el medio de la vereda para que el transeúnte desprevenido se sobresaltara al vernos, y nosotras que esperábamos ese momento con ansiedad –a veces pasaba un rato hasta que viniera alguien– teníamos que hacernos las concentradas en Dios, arrodilladas manos en rezo, cabeza baja, ojos cerrados y un murmullo constante. Era una lástima no poder observar la cara del que se cruzaba con nosotras. Padres volviendo del trabajo, mamá con la compra, a veces con niños. Ahora que lo pienso siempre nos faltaba uno en la ecuación, el público, un púbico real consciente de su condición. En el juego de recemos en la calle y en el de la misa interrumpida no teníamos quién mirase la escena total, no había cámara oculta, ni vecino testigo cómplice. Igual eso no nos importaba. Pero Camila detestaba el juego recemos en la calle, le daba vergüenza y empezaba con esa cantinela de que era irrespetuoso. Yo le decía que igual rezábamos y eso era bueno, pero me hacía la tonta porque se me había dado por decir cualquier cosa en los rezos usando el cantito. “Padre tuerto que hinchas los cielos.” Pero el juego duró poco porque se desvirtuó. Ya no nos poníamos a rezar esperando a la víctima, ya no nos hacíamos mucho las devotas, Camila por la vergüenza y yo porque estar arrodillada en la vereda me dolía cada vez más porque mis rodillas eran muy puntiagudas. Yo creo que el juego de la misa y las niñas devotas transformó por unos años a la desesperante ceremonia de los domingos en una fuente inagotable de textos e imágenes, un lugar en dónde observar los disimulados indicios de cansancio, de impostura que afloraban en los rostros de los adultos. El juego con su complicidad amistosa mantuvo siempre vivo en nosotras el escozor del sinsentido y la sospecha en el pastor y en su rebaño. Quizás como quién desempolva fotos, recordar mi infancia me ayudará a pensar; ¿cómo era mi vida antes del teatro? O darme cuenta que estuvo siempre ahí, aún sin forma, en el juego infantil que nos salva del desierto.

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