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Episodio 1: “Desearás en el desierto. Te masturbarás con dolor”, por Camila Sosa Villada

Diarios - Marzo/Abril 2020 - El aislamiento y el ardor

Debates, Diarios

Diarios - Marzo/Abril 2020 - El aislamiento y el ardor

En el primero de los episodios que firma para este proyecto, la actriz, guionista, directora y dramaturga Camila Sosa Villada reflexiona sobre la intimidad del deseo en tiempos de aislamiento, el efecto de las hormonas y de sus amores esquivos. ¿Qué hacer con el deseo que explota en las habitaciones solitarias?

 

Nunca pensé que la sola amenaza de una cuarentena obligatoria iba a ponerme tan caliente. Tan sexuada, como finalmente estoy ahora, en celo, que rajo la tierra, que soy completamente inflamable. Como si hubiera llovido en el nacimiento de mis hormonas y ríos desbocados descendiesen con violencia a la vasta extensión de zonas de placer que hay en mi cuerpo. Llevándose a su paso cualquier barrera de contención, arrancando de raíz toda estructura firme, todo intento de mesura. Pienso que, si fuera una mujer, estaría en los momentos previos a una fertilidad indecible, capaz de quedar preñada de a veintenas. Pero soy travesti y la única vida que soy capaz de gestar es la de mi erótica, que es un animal radiante, violento y solo.

Alguien soltó el rumor al aire. En el twitter ya lo pedían con el hashtag #CuarentenaObligatoria. Las esporas volaron de terracita en terracita, saltaron de balcón en balcón, llegaron a los oídos que tenían que llegar y terminó por ser cierto. El presidente escuchó al pueblo e hizo un movimiento previsor, avanzado, se adelantó a algo que podría haber sido terrible. Y ahora estamos en cuarentena obligatoria, por el bien común. Todas encerradas, calientes como una pava olvidada al fuego, irascibles, ardientes. Creo que, si nos tocara el dedo un amante, nos inflaríamos como un pez globo. Y aquí estoy yo, respondiendo a la prohibición con la lambada de mi sistema endocrinológico. Sola como una perra.

Y es en este momento de la vida de una travesti en el que te preguntás por qué fuiste tan mala con los hombres que te quisieron. Por qué no tuviste más paciencia cuando ellos no supieron, no pudieron o simplemente no desearon. Cómo es que siempre fuiste la que estrelló el jarrón contra el piso y pidió explicaciones y dio los portazos y los bloqueó en las redes y se fue sin decir ni mu y se acordó en la hora de los insultos, de todo su frondoso árbol genealógico. Por qué no supiste ser mansa, soportar los más y los menos de esos ejemplares masculinos que se acercaron a tu puerta. Ahora no tendrías este problema urgente que es las ganas de ser penetrada por un hombre en el silencio total de la noche en cuarentena. La larga noche en que andás como perdida, sin guarida. Y a las cuatro de la mañana se te da por despertar, lista para hacerte el desayuno, fritar el huevo, cortar la fruta y mezclarla con yogurt, hacer el café y tostar el pan negro, ese bocado primario y único en el que basaste durante tantos años tu alimentación. La quietud del afuera, lo prohibido del contacto y el tráfico de virus de beso a beso, de sexo a sexo, de roce a roce. Ahora te acordás de que hay un dios y extrañás a los hombres que te amaron con esa tristeza de ser hombres y no saber cómo se desea, ahora recordás lo bien que se estaba entre sus piernas, debajo o encima de ellos, jugando esos juegos perversos donde todo se hacía a partir de un no. No me gusta, no quiero, no entres, lo hacés mal, no lo hago bien, no te gusto, no no no. O ese otro juego en que los esperabas desnuda en la cama minuciosamente descuidada, con la paciencia de quien sabe que solo cogiendo puede obtenerse algo del amor. Ya no hay nada que hacer. Quien siembra vientos cosecha tempestades, decía Vinicius, y vos, querida amiga, vos fuiste capaz de pasar entre los surcos repartiendo la semilla de tu disconformidad, tu andar díscolo, tu resentimiento sabor frutos del bosque en el corazón de los pakis que quisiste y te quisieron. ¡Oh bien sabe el cielo cuánto te han querido! Tampoco tuviste lucidez para seducir a un vecino. Siempre huyendo de la mirada, siempre con los auriculares puestos y ese tema de Shakira, Im a addicted to you que tanto te gusta, que taaaan fuego te parece, sonando en tus orejas para aislarte de todos. Sin dar una sonrisa al tipejo del séptimo, que se ve bien con sus shorts de basquetbolista que prácticamente ponen en bandeja la brasa roja de su bulto, pero no. Podrías salir a repartir papelitos bajo las puertas de tus vecinos: estoy en cuarentena y no tengo estrógeno. Puta por noche. Me ofrezco para sexo sin palabras hasta que pase el aislamiento. Pero la cuarentena también ha despertado a los demonios de la denuncia, de los que acusan. Hoy parece que todos somos enemigos de todos. Así es que mejor dejar los anuncios clasificados analógicos para otro momento del año.

Esto es para que aprendas que hay que tener aceitado el juego de la seducción porque nunca se sabe cuándo habrá una pandemia, o un apocalipsis now. Y acá no hay compañeros para jugar al amor desde la mañana a la noche. Aunque, pensándolo bien, ¿a quién soportarías? ¿Con quién hubieras soportado tres días de aislamiento obligatorio? No, si lo mejor que pudo pasarte es haberte quedado encerrada con vos misma. Vos tu mejor novia, tu mejor cita, quien mejor te cocina y entiende los tiempos con que regulás la vida. Vos, que sos la persona con la que más caliente estás sobre la tierra. Solo te falta poder penetrarte a vos misma y habrás de olvidarte de estos lamentos de bestia alzada que nadie visita.

La cobardía es una armadura de oro

No hay posibilidad ahora de transgredir la prohibición, ningún amante podrá trepar por las laderas del edificio y colarse por mi ventana siempre abierta. Además, en el caso de que exista la propuesta, son todos unos cobardes. Se ataviaron con esa armadura de oro que es su cobardía. No cavarían un túnel para llegar a mi departamento. No. Imagínense, ni con Ley de Identidad de Género, ni con lo mal visto que está discriminar, nunca pudieron invitarme a tomar un trago por ahí o a una reunión con amigos. Es más, a veces tienen temor de decir cosas bonitas: cómo estás Camila, qué lindo tenés el pelo hoy, pero qué redondel el de tus nalgas, que son como la Tierra, redondas y llenas de agua. Feliz cumpleaños Camila. Ni siquiera eso pueden decir. Menos rescatarme de este incendio de reprobable origen que me avergüenza. Porque a veces una siente vergüenza de estar así, en modo atorranta. Dirán que no valgo el riesgo de mis amantes. Pobres de ustedes. Valgo cada célula de mi cuerpo en oro. Pero solo yo lo sé y no es obligación de ustedes saberlo. Y lo que también sé, y estoy la mar de triste por saberlo, es que ningún muchacho cruzará la ciudad huyendo de la mirada de la gendarmería que patrulla las calles para entrar a mi departamento y encontrarme oferente, con la cola en ristre apuntando a la puerta, porque lo importante es que no perdamos el tiempo. Dirán que estoy haciendo apología de traición a la Cuarentena. Pero si hace 16 días que salgo a la calle solo a comprar comida, dos veces por semana. Es mi pensamiento que acaricia la idea de un riesgo, que es algo que muy pocas veces los amantes toman por una chica como yo.

Mi madre se ríe y me advierte:

—¿Pero tan caliente vas a estar, hija? Cuando Pepito se fue estuviste diez meses sin coger.

—Pero no me lo prohibía nadie.

—Sí, te lo prohibías vos misma.

—Me prohibía contaminar la escena del crimen, má. No quería que se contaminara esa historia de amor.

—Bueno, va una semana. Aguantá que queda menos. Lo único que falta es que te pegues el Coronavirus por andar recibiendo amantes.

—No digo que lo vaya a hacer. Digo que lo deseo.

—Ves, lo hubieras cuidado a Rigonatto y ahora no estarías solita ahí en el depto.

Y ahí está ¿Ven? Si hubiera cuidado mejor a los hombres que me quisieron. Tan frágiles ellos. Y luego también está el hecho de que la gente siempre se toma la verbalización de un deseo como una amenaza de acción. Por ejemplo, mi mamá pensando que quería violar la cuarentena ya hizo todo el escándalo. Que si caía presa, que qué le iba a decir a mi papá, que detenida la iba a pasar mal, que si no aprendí nada. Más o menos como cuando una dice en tuiter que extraña el gimnasio o salir a correr, ahora mismo que no se puede. Ya empiezan con su dedito acusador a tipear en sus celulares que nos quedemos en nuestras casas, que no seamos estúpidos. Que el orden de prioridades y esas cosas. Como si una no lo supiera. Como si una no fuera una buena ciudadana. Como si una no fuera una mujer civilizada y caliente que intenta dilucidar en el lenguaje lo que no se puede en la carne.

Paradojas del encierro

Tengo por vecina a una pareja de veinteañeros gays que se mudaron el verano. Son, como todo veinteañero que se precie, ruidosos y torpes. Extremadamente torpes para vivir. Además viven de noche, por lo que muchas veces me despierto con algún portazo que suena como si viniera de otro mundo. Con correteadas, golpes y risas. También vidrios que se estrellan contra el piso y una gatita minúscula y zaparrastrosa que siempre se les escapa y orina en cualquier lugar del edificio. Cuando se decretó la cuarentena, pensé que continuarían con el ritmo frenético de su amor que me despertaba de un salto a veces a la mitad de la noche sin saber si estaban golpeando a una mujer o eran los gritos de éxtasis de un marica.

Me equivocaba. Los escucho dar portazos, romper vidrios, reír y escuchar reggaetón a todo lo que sus parlantes les permiten. También los escuché pelearse creo que a los golpes. Y luego, discutir discutir y discutir a los gritos como los peores enemigos del mundo.

Entre el silencio de la reclusión y la vecindad contigua, durante la cuarentena, solo escuché a una pareja pelearse hasta el cansancio.

No hay mal que por bien no venga (esto, por supuesto, es mentira). El tiempo como una película iraní, como una película de Kurosawa o una canción de Lisandro Aristimuño. Ya no hay más hora de almorzar, ni de despertar, ni de dormir. Ni horarios o días para beber. Ni días para permitirse las harinas o los postres. Ni tardes ni mañana. Otro tiempo.

Por las noches, como nunca, las sábanas me arden. De día los vestidos me asfixian. Me despierto por las mañanas como un cable pelado, a los chispazos, más eléctrica que nunca, conductora de la electricidad incluso mejor que el agua y el oro. Hacía tiempo que no pasaba períodos de excitación tan prolongados a lo largo del día. Ya saben, la mar de hormonas, ese animalito llamado estrógeno. De pronto, mi sexualidad se puso lenta y remolona, como un gatito que ha jugado mucho por hoy. Y ahora, en cuarentena, sin acetato de ciproterona y sin el gel de estrógeno, todo el cuerpo pone a andar una maquinaria olvidada desde hacía muchos años. El cuerpo dispuesto al contacto, a la penetración y a la lengua. Esa urgencia de nalga que me sucedía a los veinte. Desde la mañana comenzaba a planear qué iba a almorzar y con quién iba a coger. Por suerte, la endocrinología se puso de mi parte y ya dejé de estar en el caldo del sexo. Gracias al bloqueador de testosterona. ¿Se imaginan, tener que gestionar un amante todos los días, a esta altura del partido? No imagino pesadilla peor.

Y sin embargo, aquí estoy en Oniria Caliente e Insaciable, elaborando las cien maneras de masturbarse con un dildo, las cien poses para jugar con consoladores. Comencé a seguir a todos los galanes musculosos que me cruzo en el Instagram y cambio las sábanas cada cuatro o cinco días porque terminan hechas la mar triste con el temita de los aceites y los lubricantes.

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