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Episodio 1: “Desconsuelo”, por Agostina Mileo

Primera entrega de su Diario "Duelo en tiempo de duelo. El escepticismo también tiene corazón"

Debates, Diarios

Primera entrega de su Diario "Duelo en tiempo de duelo. El escepticismo también tiene corazón"

Episodio 1: "Desconsuelo" por Agostina Mileo

De pronto la noticia llega por teléfono. La muerte del padre. ¿Es menos noticia y es menos muerte una autopsia que da negativo de coronavirus? Agostina Mileo busca en la espera que la pandemia impone los puntos en común y las diferencias, entre la tragedia y la tristeza. La relación entre los cuerpos, sus partes que fallan, y la vida misma. 

 

Un viernes a la noche en pandemia. Los rituales que antes eran parte de la adecuación a las reglas de interacción social, los que se agrupan en el sintagma aseo personal, vueltos distracción. Te llaman y te dicen que se murió tu papá. Y ahí, con remera manga larga y buzo, desnuda de la cintura para abajo, con la tijerita en una mano y el teléfono en la otra, se te terminó la cuarentena. 

Pidió un delivery. Cuando el encargado vio que le tocaban timbre y no atendía, subió. Tenía llave. Le hizo RCP, pero ya estaba. Cuando yo llegué, el SAME se había ido y estaba la policía. Declaré. En algún momento abracé a mi hermana y le dije “ahora nos vamos a tener que llevar bien”.

Dicen que en estos momentos la ciencia es más bien un desconsuelo. Que la gente que cree en fuerzas omnipotentes y entidades omnipresentes los sobrelleva mejor. Acudir a narrativas legitimadas para negar la muerte. Como si pudiera negarse la nada.

La autopsia dice: cardiopatía hipertrófica e isquémica. Congestión y edema pulmonar. Una arteria de las finitas, de las que ya no se podían seguir destapando con stents, que son como resortes. Se terminó de calcificar en un proceso que venía desde mi abuelo, que se murió a los 43. Se terminó de tapar, la sangre no llegó donde tenía que llegar y se fue a donde no tenía que ir.

En una ciudad desbordada por la muerte, la persona que más quise tuvo que esperar. En las horas que tardaron en venir a buscarlo los bomberos, pude revisar que no tuviera golpes, que no hubiera señales de algo que lo hizo caer o convulsionar. El primer consuelo que me dio la ciencia fue entender lo que pasó. Y tener la certeza de que no le dolió.

Al día siguiente en el almuerzo dije: “Es indudable que somos un cuerpo, ¿viste? Le falló el corazón pero se murió la persona. El cuerpo estaba ahí y es el muerto mismo”. Me respondieron:“¿Y la gente que está en coma? Sigue viva, pero uno no diría que sigue siendo sí misma”. 

Estaba un poco ida en ese almuerzo, pero tendría que haberle contestado que cuando reducimos el estar en coma a una pérdida de conciencia estamos negando un sinfín de fallas orgánicas. Cuando usamos la ciencia para argumentar a favor del derecho al aborto decimos que la vida es progresiva. La muerte también puede serlo. En este caso, la muerte del que había llamado a la tarde para agradecerle las ojotas que me regaló, del que estaba yendo a lo de la novia a hacer un zoom con los compañeros de la secundaria, puede parecer repentina. La historia clínica que llegó a mi casilla de mail unos días después, la historia de los ancestros hecha genes, muestra que no lo fue. Eso, y que cuando llamé para avisar nadie me preguntó qué había pasado.

La ciencia es el arte de la exposición, la muerte ahora también. Los muertos son números expuestos. Y exposiciones. Al virus y a la ciencia misma. Sujetos experimentales, cuerpos diseccionados, respondedores de encuestas.

Exponer la muerte puede ser ostensible “Ahí está”, cuando llega la policía. Puede ser como en el colegio, una presentación de 5 minutos que empieza con el contexto de descubrimiento (qué estabas haciendo cuando te enteraste, cómo lo encontraron), sigue con el contexto de justificación (qué dice la autopsia, qué dicen los médicos), termina con una conclusión que es un aporte de la autora luego de revisar los hechos (“murió como vivió, sin hacer escándalos”). Eso pasa cada vez que te llaman. Los interlocutores se quedan conformes pero le falta ciencia. No hay propuesta de futuro.

Otra cosa fundamental de la ciencia que pasa en pandemia es que para exponer tenés que estar expuesta. Llegan a la casa, te abrazan. Vas a oficinas, dejás papeles. Exponés la muerte ajena para certificarla. Estás expuesta a la muerte como razón para circular y estás expuesta a la muerte que exhalan, inhalan y escupen los que te estrechan. También estás expuesta a la muerte misma, que es la muerte como hija. Te exponés a la misma muerte, que es esa que abunda, la de los integrantes de las listas de la ciencia.

Otro consuelo de la ciencia, haber pensado antes qué quiero decir cuando digo cosas como vida o muerte, saber que no hay una sola definición, elegirla. Ahorrarme una confusión. No está muerto, se murió. Pero sobre todo, saber que esas definiciones no son propias, sino convenciones de las comunidades compartidas. Como la familia. Haberla acordado con él.

“¿Ponemos camarita?”. Nunca entendía por qué me preguntaba si yo directamente marcaba “videollamada”. “Te lo digo en serio, si te contagiás no la contás. Ya hay un montón de estudios que muestran que el virus produce daño cardíaco”. “Igual vos ya sabés lo que tenés que hacer”. “Si, sé lo que tengo que hacer una vez que te mueras. Si tengo que lidiar con un sistema de salud saturado y me veo en la situación de tener que autorizar que te saquen el respirador sin poder verte la verdad que no”. Después de horas de expresar temores, deseos, definiciones y creencias. alguno de los dos decía que si yo tenía que lidiar con su muerte era porque había salido todo bien. La diferencia entre tristeza y tragedia.

La muerte de mi papá no participa de la tragedia. Después de esa primera espera, la de los bomberos, hubo que esperar los resultados del test. Negativo. Uno pensaría que después de la muerte ya no hay nada que esperar, pero se equivoca. Ahora esperamos el momento de poder cremarlo. Si hubiera dado positivo, eso ya estaría hecho, los muertos de la tragedia se creman obligatoriamente. Los otros esperan. La orden del juez autorizándolo, que vuelvan a abrir las oficinas del cementerio. Si hubiera dado positivo no sabría que la página del Gobierno de la Ciudad está desactualizada y te da instrucciones para hacer trámites inhabilitados. Tampoco hubiera estrenado la bicisenda de Córdoba un día de sol para quedar estupefacta ante un trabajador que me dijo que no tenían vías de comunicación habilitadas para consultar si reanudan las actividades, que procediera a apersonarme en el establecimiento cada 15 días. 

Mi papá tampoco es uno de esos muertos indirectos de la pandemia, esos que no participan sino que son la tragedia misma. Los muertos que la tragedia produce. Esos que tienen un consuelo más en la ciencia y es que la ciencia misma podría haberlos evitado pero la tragedia se interpuso. Él no. A él le hicieron una angioplastia durante el aislamiento, le habían cambiado la medicación, estaba en contacto con sus médicos y lo monitoreaban. En mi imaginación, se hubiera muerto el mismo día con o sin pandemia. Eso también es poco trágico, la sensación de inevitable, de devenir. Aunque eso sea justamente lo terrible de muchas tragedias.

Además, mi papá mismo no participaba de las tragedias. Se negaba. Era feliz, pero sobre todo alegre. Un cascabelito. Esa expresión usaba. Creo que así lo había descrito una vecina cuando era chico. A mí, cuando le contaba alguna cosa que me aquejaba y que era ciertamente superficial me decía “me vas a hacer llorar” con tono burlón. 

Así que yo tampoco participo. No pienso que es peor porque pasó en pandemia. Pero no sé si no pienso eso porque no lo creo o lo siento o porque ese tono condescendiente de los demás, tan de la tragedia, tan de hacer morbo el dolor como si funcionara por adición me demuestra que no lo conocían ni me conocen. Él nunca le hubiera dicho a alguien que que terrible lo que le pasa que no solo se le murió el papá sino que encima le pasó durante una tragedia. Y hubiera odiado que me lo digan a mi.

De lo que sí participo es de la tristeza. Me imagino que le cuento su propia muerte. Y que él, cuyo papá se murió cuando tenía 12 años y tuvo que empezar a trabajar en una fábrica envolviendo pastillas de desodorante para inodoro, me mira a mí, a mis 33, con oficio y fuerza para ofrecerlo. Y no me dice “me vas a hacer llorar” porque no era un insensible, pero me dice “llorá un rato y después sobreponete”. Y me sobrepongo. 

Porque la tristeza, a diferencia de la tragedia, no es coyuntural sino constitutiva. Y su muerte no es un momento por el que tengo que pasar, es algo que tengo que acomodar en mi identidad. Mi papá se murió.

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