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Episodio 1: “Blackblackblack”, por Ariana Harwicz

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Del otro lado de la puerta

Debates, Diarios

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Del otro lado de la puerta

Hay toque de queda. Una mujer, desde su cabaña, empieza a desconfiar de su propio nombre. Sale a hacer travesuras. Se queda sin monedas. Se escuchan los aplausos. ¿A quién aplaudirán? En este primer episodio, Ariana Harwicz consigue enrarecer el ambiente y descomponer una realidad que ya está descompuesta. Literatura del extrañamiento y de la voz interior que, en manos de esta escritora, se vuelve más ajena que las voces de los otros.

 

El agua es plana, pero tiembla. Hay algo inquieto ahí adentro. Se escucha el tun tun tun, tun tun tun y parece que el agua se va a poner a hervir y a calcinar todo, pero sigue plana. No se ve nada, pero no se ve nada de nada. Un recién llegado diría que esto es un desierto, una planicie negra y trataría de correr sobre la zona. Detrás están los volcanes tapados por la neblina. La neblina es criminal. La neblina sirve para tapar deformes, cadáveres, besos. La neblina es aliada de los reos. Si yo estuviera condenada a la horca esperaría esa confusión del aire para la evasión. No se ve nada en el paisaje majestuoso, ¿hay volcanes, hay imperios detrás del humo como leche esparcida? El agua está tan quieta que se la podría cruzar sobre un potrillo. Estoy en mi cabaña, desde el mirador que construí como una niña salvaje criada por elefantes miro el horizonte, calculo algún movimiento pero por ahora no hay nadie.

Desde el inicio espero que me repatríe un avión militar, un helicóptero de la Policía Federal, una avioneta. Vuelvo a mi cabaña, una culebra que es dos veces mi cuerpo circula por entre los herbajes. Me desvanecí frente a mí. No confío más en el nombre que dicen que llevo. No tengo más escolta, ¿cómo era que me llamaban? No soy más mi soldado al servicio. Soldado, ¡obedezca mierda! ¡Sí mi General! Me convertí en un celador con apnea que en el lapso en el que no respira deja caer el fusil.

Yo vine al lago con volcanes porque había paz. No vine, me trajeron. Y ahora soy un bebé, necesito que me lleven de la mano, paso a paso. Soy un estorbo. Soy algo que pueden transportar. Estoy pesada, hinchada, la panza como un huevo lleno de tortugas y eso que casi no como. Me podrían alzar y llevar en un tren de carga al fondo de un pozo.

Ahora mismo en la cabaña sobre un árbol duermo al revés como un murciélago viejo, las manos débilmente negras de anciana elegante. Pero cuando me despierto pasan dos horas y sigo durmiendo, recién después me sobresaltan los ojos porque veo una rama, hago foco, veo una nube moverse. Ahora sí, me desperté. A veces me puedo escapar a la ciudad, en los intervalos de toque de queda me escapo, hago travesuras como los chicos descalzos.

El otro día entré a un bazar que ahora es puro destrozo, creo que ya se la llevaron presa a la dueña, como sea, entré, iba vestida con una pollera y unas sandalias, me creyeron mujer citadina, dije que tenía un departamento con terraza y una colección de obras. Sonaba Avicii en los locales de zapatos de cuero y valijas, en todas las galerías de utensilios indígenas y aeropuertos suena Avicii, Wake me up. Tanta alegría da, los cuerpos se mueven, los adolescentes, los jóvenes se besan, cuando existían los besos. Yo escucho, pero en simultáneo mientras la señora del local me ofrece una cartera de caimán lo veo en su habitación de Mascate, la capital de Omán, mutilándose en el nivel del cuello y en las muñecas. No quiero esa, ¿no tiene otra cartera, más modesta, menos exhibicionista? Así de simple, una botella de vidrio rota contra la mesita de luz, tal vez contra el escritorio, contra una pared, el impacto del vidrio duro al romperla, el fulgor, elegir el pedazo y rayarse el cuello y las muñecas. Ralla, ralla, era y deja de ser mientras ralla. Sigue la musiquita para comprar. Así de insensato.

Se acerca una bujía por el área del agua quieta como en los castillos del siglo XVII veían las doncellas y las siervas las velas por las angosturas de los pasadizos. Imagino los amantes viendo el aura de trescientas velas encendidas todas juntas, las llamas palpitando. La Policía viene en lancha, veo la bujía. Son ellos. Veo sus monteras, veo sus fusiles cargados. Vienen desde el otro lado y les lleva una hora cruzar. Se acercan hasta nuestra casa. Veo la luz ampliarse en el aire. Hacen señas. Amarran la lancha. Pensé que eran dos pero son tres. Se acercan a un paso regular. Cloc cloc cloc, las pezuñas. ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien habita esta casa? ¿Qué quieren?, sale mi esposo a preguntar, pues ¿qué quieren? Venimos a contar la gente que vive en esta casa. Somos ella y yo, dice. ¿Y en la cabaña? La cabaña está vacía. Pero los tres policías se acercan a echar un vistazo, el policía está entrenado para husmear, yo me escondo detrás de las palmeras. Me enrollo en una hoja. A las ocho el toque de queda amigo, dicen. Los veo alejarse por el atajo que da a la siguiente casa. Amigo, guárdense. Más tarde los veo tanteando el agua con unos palos.

No tengo una sola moneda más. No es Afganistán ni Chernóbil, todavía no caen misiles, pero no tengo ni una sola moneda. Tampoco voy a salir a mendigar, ni para prostituirse hay. Nadie consume cuerpos, nadie ofrece sexo, nadie recuerda ya para qué servía meterse adentro de otro. A la gente que anda por ahí le da asco eso. Estoy escuchando a Amy en mi cabeza, lo mismo que con Avicii, la gente salta, la gente celebra, la gente quiere vivir, ella se desintegra delante, la escena del pavor. El acto del terror divino delante de una audiencia. De pronto no es Amy, es otra de imitación. Mismo peinado, misma nariz, mismas piernas, mismos tatuajes, misma raya negra en los ojos pero otra hace de Amy otra hace de la que hace de Amy. Siempre pensé que nos sigue una mujer que hace de una, que nos va copiando los gestos y las maneras, que va ensayando ser una para apropiarse de nuestra vida, hombre, hijo, casa, de nuestra ropa, y que en cualquier momento esa que hace de una en la sombra pega el salto y se deshace de nosotras para tomar nuestro lugar. Sufrir por amor. El ejemplo perfecto de lo que se puede hacer con el suplicio, una gran obra o la destrucción mundana, droga, vagabundeo, perdición, ir cagando y meando y malgastando sangre por el camino.

Empieza el toque de queda dice marido.

Suena el teléfono. Sigo como un murciélago con mis alas negras translucidas. Alas de moscas de cristal. Cómo va a ser el teléfono a esta hora. Uno se olvida hasta de que se inventó algo como el teléfono. Él descuelga, atiende. No oigo nada, como siguen sin aparecer los volcanes detrás de la bruma. Qué dice. Escucho estas palabras:

—Shhh, tranquila, no sos una niña, dejá de llorar.

Ella debe gimotear hileras finas y largas que resbalan por el cable del teléfono, recorren la distancia y llegan a casa. Ella debe decirle: te amo. Una lancha de una hora por las rocas sumergidas, pendientes de arena, un paseo en los vaivenes de las olas y dentro se encuentra vegetación de miles de años, la ciudad olvidada de Samabaj. Una ciudad entera perdida en la profundidad como las ciudades carbonizadas por las aludes de lava. Como los imperios, como todo lo que se convierte en miniatura. Siempre estoy controlando el movimiento de la orilla para que no se suba a la lancha y se meta al fondo. Cuando llegamos el lago tenía una visibilidad de hasta cuarenta pies bajo agua, era como un jardín subterráneo. Cuando nos enamoramos queríamos vivir en la ciudad a cuarenta pies abajo.

—No puedo ir ahora, comportate, tranquilizate.

Un paseo acuático por los celos rubios y grotescos hasta su puerta. La esclerótica en rojo. Una corrida náutica por los celos hasta verla abrir la puerta. Voy a tomar las pastillas. Ya empiezan las campanadas del toque. Ya llegan los aplausos, aplausos que no se sabe, ¿aplauden los camarones fantasmas? ¿aplauden los peces cocodrilo de hielo?

Los gendarmes van tocando el silbato a lo largo de toda la costa. Debo entrar. Viene una ola, una ola del tamaño de un edificio, hace cuánto que no veo un edificio. Hace cuánto que no veo algo legendario. ¿Oyen la musiquita? La gente no piensa que puede no ver nunca más eso que mira. Llegó el asedio de la vida. Mi cabeza gira como en una cajita musical de época, la época de los antepasados. Gira gira en media punta mi cabeza y demi plié.

Entro y él cierra con llave, discusión, larga, como la culebra. Él dice que no puede ni verla, que la detesta que le huye. No me alivia.

—Yo voy a ser ella, ¿no ves que yo voy a ser ella?

—Por qué no te callás cuando te tenés que callar. Sería tanto más simple.

—Y por qué llama acá y por qué atendés, qué violento.

—Dónde está lo violento. Decime dónde ves lo violento. Porque ahora todo es violento, eso es lo violento.

—Hay mujeres que se tiran bajo los autos para que las escuchen.

—Acá no se hace otra cosa que hablar de esas mujeres. Todo el día se habla de ustedes, ustedes solo hablan de ustedes, los hombres solo hablan de ustedes, los hijos de ustedes solo hablan de ustedes, ojalá algún día dejen de hablar de ustedes.

—Hoy peleamos todo el día hablando de vos. De tu violencia.

—Te escondés en la cabaña, adentro de los troncos, te escapás a la ciudad, la próxima vez no te cubro, ya sabés que no se puede salir.

—¿Sos policía?

—Lo primero que quiere una mujer es destruir a otra mujer, si empezaras por aceptar eso.

—En todo caso me destruyo a mí.

—No mientas, querés destruir a todas las otras, vos siempre sos la que sobrevive.

—¿Y ustedes no se odian?

—Mucho menos.

—Porque nos odian a nosotras

—Track track, track

—Oinc oinc oinc

—Truac truac truac

—Prfprfprfprfpf

No nos entendimos para nada, la pelea duró todo lo que puede durar lo intolerable. Cerca estaba el puente que nos llevaría más allá, a otro lago, a una ciudad balnearia en otro encierro. Es un puente viejo y colgante cerrado con un cartel que anuncia: Peligro de demolición, nunca se cayó, pero nadie más lo cruza.

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