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Episodio 1: “Astigmatismo”, por Elian Chali

Primera entrega de su Diario "¿Cómo funcionan todas esas cosas que me mantienen con vida?"

Debates, Diarios

Primera entrega de su Diario "¿Cómo funcionan todas esas cosas que me mantienen con vida?"

Episodio 1: "Astigmatismo" por Elian Chali

Llegamos a noviembre y la pandemia sigue aquí. Tanto que ya es posible pensar en los primeros días de la cuarentena, como un pasado. Elian Chali parte de su propio cuerpo ý de los diagnósticos que lo acompañan.  El astigmatismo como diagnóstico oftalmológico es la imposibilidad de enfocar, de ver nítidamente. Este primer texto trata del entusiasmo del inicio de la cuarentena. Un espejismo. 

 

El día que se decretó la cuarentena estricta y obligatoria estaba entusiasmado. Asumo que por unos 8 o 10 minutos, no más, pude introducirme por debajo de la carne de algún “señor bienpensante” y conservador de la ciudad mezquina en la que vivo, y saborear el aroma agridulce de la atmósfera militarizada por venir.


No sé explicar bien porqué, pero sentí una sensación bajita, que me tironeaba hacia un lugar contento en el que oscilaban la paranoia y la seguridad maternal que ofrecía el Estado. Por un rato confié. 

 

Sin embargo, luego de una lavada de cara con agua helada en forma de ansiedad telefónica, bajé de la nube protofascista a la que me había montado por-andá-a-saber-qué cortocircuito interno, y me comprometí con la extraña labor de adquirir cosas que garantizaran mi supervivencia en esa cuarentena principiante de 15 sencillos días. El poco foco residual me mostró autos a toda velocidad y desabastecimiento general.

 

Éramos diez personas haciendo fila en un kiosco grande, de esos que no se autopercibe almacén, pero nos unía una sola condición: comprar lo que sea. Con desenfreno. Sin criterio. Mientras esperaba, intenté evocar esa pregunta que siempre le hago a las personas que me parecen super inteligentes con la intención de aprender sus tácticas y medir su fuerza: “si se te está viniendo encima la invasión zombie y no tenés más que 5 minutos para escapar, ¿qué cargás en la mochila?”. Ahora es mi turno de responder y de comprar y no sé bien qué agarrar, ni me puedo acordar de las respuestas. Cargo unas galletas, dos vinos, un paquete de sedas, dos chocolates Block grandotes, unos fideos, una polenta y el último papel higiénico en stock. 

 

¿Por qué habrá sucedido que todo el mundo salió a comprar papel higiénico a mansalva? ¿Persigue el temor al culo sucio? ¿Hay malestar estomacal social? ¿Habrá que recetar Sertal para todos? Sin dudas estábamos por enfrentar tiempos revulsivos para el intestino colectivo, pero me parece que la cosa venía más por el lado de la obsesión aséptica de higienizar todo lo sucio, entendiendo ‘lo sucio’ como ‘lo inacabado’, el proceso, el error, lo desorganizado. De cualquier manera, mi mochila de salvataje, a esa altura, era un pase directo a una kermés zombie.

 

Llegué a mi casa diez minutos después de que nuestra libertad dorada se hubiera convertido en calabaza y aún me satelitaba esa emoción positiva que no lograba entender. 

 

A la vez, la preocupación generalizada todo lo invadía, revelando la gravedad de lo que sucedía, no había margen novelero para interpretar los hechos: el encerrón era inminente. 

 

Aún así, algo persistía en mi. Como un sabor conocido. En las primeras horas del 20 de marzo, cual flora intestinal, me brotaba esa fijación fatalista que anhela el fin del mundo y la extinción humana, que no distingue asuntos culturales, simplemente deletea la especie como un trámite programático. 

¿Será que no puedo imaginar un futuro posible para esta masa de sujetos humanos en la que el acoplamiento y la vinculación con la tierra sea desde un lugar más amable? Cuando pienso en alguna posibilidad que resquebraja la lámina de odio y mezquindad que nos envuelve como regalo en el paso del tiempo, pienso en una posibilidad fragmentada, desarticulada. Algo así como el paralelismo de querer ser invadido por seres de otros planetas. Pero anhelar esa “conquista”, ¿no sería perpetuar la colonización? ¿que hay en ese otro ser que asumo que será más tierno con el mundo? ¿son gritos desesperados por un nuevo Dios? ¿Un alien, un extraterrestre -o el nombre que le queramos poner- es lo que denominamos potencia?. Y si efectivamente vinieran a la tierra, ¿qué nos garantiza que el neoliberalismo no los asimile también a estos visitantes?

 

Pero no hay invasión, hay pandemia. Todas estas sensaciones inmaduras ponen en evidencia que el conflicto central en el que pivota el deseo sobre el fin de la especie es el dolor. Cómo cortar con el dolor. No el dolor que te enseña. No el dolor que te erotiza. El dolor.

 

Y de a poco empecé a enfocarme. Eso que me atravesaba y me resultaba conocido iba tomando forma, modelando su terreno de significación. Era, nada más y nada menos, que la soledad como disciplina, como determinación. Y lo que me entusiasmaba -claramente- no era la cancelación de los cuerpos en las nuevas franquicias penitenciarias llamadas hogares, sino la chance del buceo libre en la materia oscura de mis adentros. Recordé esa soledad disfrazada de singularidad que me enseñaron de niño como escudo para soportar los ladrillazos-mirada: una soledad tibia, a media tinta. Tibia porque el abandono a la diferencia sucede exclusivamente a la hora de implicarse con ese sujeto que encarna un desvío. Ya sea estatal, social, familiar, amoroso o cultural. Siempre es igual. 

 

Aún así, y tratando de zarandear las circunstancias que presenta la época que me toca, resulta imposible estar realmente solo. Fundamentalmente solo. Insoportablemente solo. Y no me refiero a la soledad del individualismo rancio, del egoísmo que se prende como un parásito en el hipotálamo. Me refiero a esa soledad que postula sobre la autonomía. Que enseña cómo estar con otros. Que no pretende ni especula. Ese alga que, en el medio del océano, traduce lo muerto en orgánico para que todo funcione mejor. A esa soledad.

 

De igual modo me fue imposible. En los primeros días me di cuenta de que no lo iba a lograr. Si bien la censura del roce y el tacto estaban empezando a mostrar los primeros síntomas en mi cuerpo, la máquina cognitiva no paraba. Hasta el subconsciente estaba contaminado por el trending virus. Hasta podía visualizarlo como una inmensa red en la que las mentes y los dispositivos tecnológicos colaboraban para mantener una conversación ansiosa sobre algún futuro incierto. Era como un gran cluster corporativo-neuronal empecinado por definir todo, por encontrar sentido. Aparecieron de las más diversas voces sentenciando, citando, hablando de campos ajenos: La competencia por anticipar la catástrofe se volvió brutal. En esta hospitalización globalizada que visualizamos vía streaming y empezábamos a transitar, los bordes de la realidad se desdibujaban cada vez más.

Sin embargo, la opinión generalizada recetaba ver el confinamiento como una posibilidad introspectiva, un balance de media estación. El proyecto era cómo salir mejor de la cuarentena, y volver provechoso el “tiempo desperdiciado”. Una idea que se generalizó y que no es muy distinta a lo que la justicia y la sociedad piensan sobre lo que debería ocurrir en las cárceles. 

 

Con este escenario de extrema sociabilidad tóxica en el que la pandemia nos contrató como proletarios precarizados para la narración de la historia presente, sumado al apoyo mutuo necesario entre las personas con las que comparto mi vida para sostener algún resto de vitalidad, comencé a establecer ciertas relaciones en el territorio domiciliario. Las cosas fueron tomando otros sentidos. Se inauguró un acompañamiento que por momentos era pura potencia cooperativa, y por momentos, trueques por conveniencia. 

 

Si la veía con el ojo izquierdo, la biblioteca me iluminaba en solidaridad. Con el ojo derecho me sometía como sujeto de opresión. La cocina gestionó su propio agenciamiento: ese montón de cacharros en combinación con verduras y legumbres se transformaron en el combustible que me permitía recorrer esta minúscula geografía del departamento que habito. Entre otros ejercicios de reconocimiento perimetral, el espacio vacío y la distancia con los objetos delimitaba una particular forma de existencia. Re territorializar mi casa a modo de metabolización del hartazgo era una opción bastante generosa para el escenario estresado que estaba viviendo. Y en los intersticios de estos días, pude percibir una oscilación delgada. Un hilo semirrígido, enrulado, invisible me hipnotizaba y ecualizaba el acufeno generado por la ansiedad claustrofóbica. Me llevaba hacia adentro de mí como un perfume magnético y almibarado. Podía sentir cómo esa cuerda diminuta e inadvertida me invitaba a seguirla. Se introducía dentro de esta bolsa-cuerpo por el orificio del ombligo, serpenteaba por el filamento de mis huesos. El itinerario no incluía el intelecto, por peligro de sulfatación. Se paseaba por mis tendones acariciándolos suavemente para alertar al plano real. Un tierno acompañamiento en la incómoda exploración de mis órganos desorganizados por el terror. La misión parecía no tener más objeto que desplegar una temporalidad que me permitiera soportar, acelerar, consumir la espera. Sin embargo, en ningún momento me sentí embaucado, era una reverberancia terrenal genuina: Hacer-que-el-tiempo-pase. Entonces, cuando las notificaciones de WhatsApp alertaban preocupación por ausencia, volvía de un tirón, como desterrado de un sueño por la alarma laboral. Ese paisaje de ruinas soleadas que desconoce lo onírico. 

 

Y me pregunté, este turismo visceral que estaba atravesando, despojado de todo romanticismo ¿será la tecnología precaria con la que los presos se deslizan en sus días? ¿Será un consuelo inocente para esas pezuñas atrofiadas por el cautiverio? ¿Será el teatro imaginario en el que las maricas jovencitas sueñan con un mundo sin ese padre que censura? ¿Será un bálsamo que cure las heridas de los niños monstruos ocultados por la vergüenza pública de su familia ornamentada y bien comida? ¿Invocarán en los manicomios ese hilo enrulado como talismán corroído para intervenir su presente suspendido por la indiferencia?

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