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El “plan continental” de San Martín y las promesas de la revolución, por Alejandro M. Rabinovich

W. Carlsen (dib.), A. Clairaux, (lit.) según A. Durand, 1857. El célebre Paso de los Andes realizado en 1817 por el Gral. San Martín al frente del Ejército Libertador Argentino, 1861. Museo Histórico Nacional
Debates

A 172 años de la muerte del general José de San Martín, el historiador, docente e investigador del Conicet Alejandro M. Rabinovich ofrece una reflexión sobre su figura revolucionaria y las promesas realizadas durante las batallas por la independencia en Hispanoamérica.


Toda revolución surge de un sueño y de una promesa. Del sueño con un mundo mejor y más justo. De la promesa de que los esfuerzos y sacrificios realizados durante la lucha serán recompensados el día después de la victoria. Las revoluciones de independencia en Hispanoamérica no fueron diferentes en este respecto. Las elites revolucionarias creyeron que sin la tutela española se abriría un escenario de libertad y prosperidad generalizadas. Para lograrlo, buscaron el apoyo de miles de hombres y mujeres de todas las clases sociales a quienes les exigieron que dieran todo por la causa. A cambio les prometieron, en cientos de proclamas, que sus sufrimientos no serían olvidados y que disfrutarían de los beneficios obtenidos. ¿En qué medida se cumplieron estas promesas? La pregunta tiene una respuesta general que varía en función del balance que se haga de los logros y fracasos de la historia latinoamericana. Pero también tiene respuestas más concretas y específicas. Las de personas, con nombre y apellido, que confiaron en determinadas promesas de los jefes revolucionarios.

Para buscar algunas de estas respuestas, en este 17 de agosto, situémonos en el ámbito castrense de los campamentos y cuarteles donde se desempeñó uno de los mayores promotores de la revolución: el general José de San Martín. Este militar de carrera, profesional, escrupuloso, determinado, conocía bien el poder de las promesas para motivar a los seres humanos. Cuando comenzó a instruir a sus granaderos a caballo, sintiendo que los reclutas confiaban más en el fuego que en el arma blanca, hizo poner sandías clavadas en picas y les prometió que las cabezas de sus enemigos explotarían como la fruta si las golpeaban con el sable, lo que muy pronto comprobaron en el combate de San Lorenzo. Les prometió a sus soldados que mientras llenasen sus obligaciones siempre estarían bien pagados y alimentados, y bajo su mando en el Ejército de los Andes esto se cumplió a rajatabla. En Cuyo, cuando necesitó cientos de voluntarios para iniciar la campaña, le prometió a los cuyanos que sólo serían movilizados para una campaña corta y limitada al territorio chileno. Logró asegurar la libertad del país vecino, sí, pero no pudo cumplir con lo demás: la guerra se empantanó en el sur de Chile durante años, y los sobrevivientes tuvieron que seguir la campaña al Perú.

De todos modos, para los soldados del Ejército Libertador la hora de la verdad llegó al concluir la guerra, cuando José de San Martín ya se hallaba exiliado en Francia. Contamos con un testimonio extraordinario al respecto, el del soldado Domingo Arrieta, incorporado en el Perú a las filas rioplatenses (Domingo Arrieta, Ratos de entretenimiento o Memorias de un Soldado, en Revista Nacional, n°35, Buenos Aires, 1889). Tras largos años de miserias y peligros, al ver que los realistas se rendían en Ayacucho y que la guerra había concluido, su primera sensación fue de una extrema felicidad: “Contémplese cuál y cuanta sería mi alegría, cuando después de la batalla tuve ya tiempo de observar que estaba vivo: no me era posible creerlo, y así, conteniendo la respiración, henchía mi cuerpo de viento para observar si por alguna parte se salía; pero nada, absolutamente nada”. La dicha de saberse un sobreviviente se complementó pronto con otra: “También había llegado el tiempo de ir a descansar para con tranquilidad disfrutar de los premios y conveniencias que se nos habían prometido”.

¿En qué premios estaba pensando Domingo? Pues en sumas muy concretas. Ya con la primera liberación de Lima se habían destinado cientos de miles de pesos a recompensar a los militares triunfantes, y tras Ayacucho el gobierno peruano prometió destinar un famoso millón más para tal fin. Aunque los camaradas de Arrieta soñaban con la parte que les tocaría y se hacían castillos en España, los premios fueron repartidos principalmente entre los oficiales superiores. A la tropa le tocó nada o casi nada. De modo que los últimos soldados del viejo Ejército de los Andes se despidieron del Perú tan pobres como habían llegado, pero les quedaba una esperanza. Les llegó una comunicación del gobierno de Buenos Aires felicitándolos por “haber dado mil días de gloria a la patria” y asegurándoles “que no se desentendería el gobierno en premiar muy particularmente los sacrificios hechos”. Los granaderos se abrazaron emocionados. Dice Arrieta: “Yo por mi parte, deliraba con las promesas que se nos hacían y contemplándome en el colmo de mi felicidad, no se cansaba mi imaginación de contar los montones de oro que daba ya por recibidos, y pensando en las comodidades que con ellos me debía proporcionar. Nada me parecía más natural y justo que así fuese, pues lo había ganado”.

El contraste entre las promesas y la realidad fue brutal. Arrieta y los últimos sobrevivientes de los granaderos a caballo de San Martín viajaron hasta Buenos Aires en pobres carretas. Cuando llegaron, el 19 de febrero de 1826, no los esperaba ningún recibimiento triunfal, sino que los internaron directamente en un cuartel, donde cenaron un “muy mezquino pedazo de carne”. Esperaron durante días que el gobierno manifestara su gratitud. Desencantados, muchos de ellos pidieron el retiro, que se les negó: la republica estaba en guerra con el Brasil y les tocaba volver a combatir. Así es que muchos de los guerreros de la independencia murieron sin haber cobrado los sueldos adeudados ni los premios prometidos. Recién varias décadas más tarde, la llamada Comisión Liquidadora de la Deuda de la Independencia y del Brasil comenzó a saldar la deuda con los veteranos que aún vivían o con sus descendientes.

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