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Discurso de lanzamiento Premio Storni 2022, por Silvia Mellado

Literatura

En ocasión de la convocatoria de la segunda edición del Premio Storni de poesía, compartimos las palabras dadas en el acto de apertura por la ganadora del primer premio en la edición 2021, Silvia Mellado, premiada por su libro Cantos limayos. Un discurso donde se entrecruzan –como en su libro y en su vida– paisajes y lenguas patagónicas, la poesía y lo concreto.


Ministro de Cultura de la Nación, Tristán Bauer, directora del Festival Poesía Ya, Gabriela Borrelli, trabajadores/as del Centro Cultural Kirchner, poetas, público presente: vengo a agradecer, una vez más, el premio otorgado al poemario Cantos limayos. Mi especial agradecimiento también al jurado: Estela Figueroa, Graciela Cros y Osvaldo Bossi. Me enorgullece que mis poemas integren las obras distinguidas en este concurso federal que rinde homenaje a Alfonsina Storni, abridora de surcos. Mi alegría no obvia que la hechura de Cantos limayos, y seguramente la de muchos de los poemarios enviados, transcurrió en los tiempos de una pandemia que hizo aún más tangible el sufrimiento común. ¿Qué podía hacer nuestra escritura al lado de la búsqueda, en cuenta regresiva, de una cura, de las cifras globales de muertes, del temor al contacto? Acaso, atisbamos por un momento el sentimiento del guardián del hielo de José Watanabe y la vida nos pareció más frágil y más hermosa y quisimos amar un poco más profundo y más despacio.

Me han convidado hoy a esbozar palabras en torno de mí y la poesía. Y esto no puedo intentarlo sin antes decir de dónde vengo. Desde la demarcación final de los territorios nacionales, mi tierra se yergue, dolorosa, sobre la memoria reciente y palpable del genocidio de los pueblos del wallmapu, del exterminio de miles de habitantes de las tierras australes que aún cantan en la voz de Lola Kiepja a una cordillera mágica de estrellas en el cielo. Un pequeño y gran mundo en el que nunca se callaron las lenguas milenarias, evidentes en el nombre de los ríos, los cerros, las plantas. Mientras, se suspenden leyes, se retardan los relevamientos territoriales, cuando todo ello echaría un poco de equidad entre tanto y todo los que se les debe. Aun así, brotan miles de jardines de poesía y las poetas nos han mostrado senderos y recorridos profundos, desviados, de los caminos esperados.

De pie, sobre la meseta,
me hipnotizaba el reverbero del horizonte.
Como un nudo de luz
oscilaba el destello sin perfiles.
En ríos de serpientes huían los límites
de la tierra y del aire.
Fue una invitación remota a paraísos azules,
un túnel de silencio metálico
para abismar cabelleras y gemidos.

Así dice Irma Cuña en su clásico “Patagónica”.

Y, como una flor entre mil de flores, como quien nos alcanza una piedrita de río, Macky Corbalán nos entrega, en las Conversaciones de la noche del amor, una posible cifra:

El temblor del lenguaje, esa
reverberación puede ser poesía.

Nací en Zapala, nombre castellanizado del mapuzugun Chapazla, una pequeña ciudad ubicada en el centro de la provincia de Neuquén, Patagonia. Algunas traducciones aseguran que chapazla significa pantano muerto. Coagula en esta palabra la humedad evocada, el verdor del mallín que, tutelado por el cerro Michacheo, asoma pantanal para constatar que pisamos sobre el codiciado tesoro acuífero, aunque la sequedad de la meseta lo desmienta. Este espacio, que nunca fue para mí mero paisaje ni menos desierto, se me revela hoy, junto con el valle del Limay y del Neuquén, como el universo al cual creo pertenecer: una región afincada en el interior de mi existencia, por saberla transmutada en palabras que elijo compartir y ofrendar, mínima, al gran río total de la poesía.

Soy hija de Margarita Parra y de Juan Pelayo Mellado. Mis bisabuelos maternos vinieron desde Cura Cautín, Chile, a Bajada del Agrio. Mi bisabuela paterna y su familia habrán llegado también desde algún punto, no muy lejano, a Sañicó, un paraje que supo tener cierto esplendor en torno a la ganadería. De aquellas familias huachas –que, como tantas, pivotearon entre hostiles chacras, la cría de chivos y el duro trabajo de las minas– provienen mi madre y padre quienes, un poco menos nómades, se instalaron en Zapala apenas antes de mi nacimiento. Éramos la gente que ensanchaba el pueblo engordado con migrantes de distintos, cercanos y lejanos lugares.

No podía no llegar a mí la poesía primero encabalgada en la oralidad: en los relatos de mi madre pasados por el tamiz de la nostalgia de su corta infancia, la bronca de los dolorosos trabajos y las tempranas maternidades; en lectura en voz alta de mi padre. Lo recuerdo leyendo en voz alta, con grandilocuencia, Amado Nervo; La amada inmóvil era uno de los pocos libros de su exigua biblioteca. Soy deudora de los recitados de los actos escolares en la escuela primaria –guardo esa niña que, de pie, recordaba y decía largos versos sobre bosques de araucarias.

Más tarde, mientras estudia Letras en la Universidad Nacional de La Plata, me deslumbré con Katatay de José María Arguedas: Jetman haylli –el canto de regocijo al avión de fuego, el vuelo de quien busca charlar con los dioses andinos de igual a igual mientras el río era allá abajo un hilo delgado, de esos que tejen las arañas, y las temibles y sagradas montañas, con sus filos de nieve, un lastimoso carámbano–, ese poema en particular propulsó, podría decir, un viaje hacia Perú. Necesité acercarme al lugar del poeta, a la lengua maternal que le dio amparo, buscar incluso esa cascada en Canta recordada con ardoroso amor en sus diarios. Asistí a algunos cursos en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y lo vi, porque imaginé la escena, a ese hijo y hermanos de los cholos leyendo de un tirón el Tungsteno de Vallejo en la vieja casona sanmarquina, recién llegado, desde la sierra, a estudiar literatura.

Luego hubo, en mi recorrido, un viraje fundamental: el regreso a Neuquén marcado por el acercamiento a la literatura escrita en Patagonia de la mano de mi maestra Laura Pollastri, en la Universidad Nacional del Comahue; la lectura atenta de la poesía escrita por poetas mapuche y mi todavía incipiente aprendizaje del mapuzugun. Por supuesto, también, la religación con poetas. De la mano, entonces, de la poesía y de la reflexión colectiva sobre ella, de la experiencia de esas “capilaridades mínimas” (Macky), es que fui poniéndome otra vez en contacto con mi lugar de manera más “consciente, aprendida” (Seamus Heaney). El territorio de origen cobraba otros valores tanto en la vertiente académica como en la poesía y en las conversaciones a las que asistí en los encuentros de escritoras/es que, desde hace décadas, se realizan en Puerto Madryn, Esquel, Trelew, Palena (Chile), Fiske Menuco, entre otros pueblos y ciudades. Me siento tocada por la fortuna: somos coetáneas de poetas como Liliana Ancalao; leo y oigo en su poesía y en sus palabras los derroteros de tantas que, con paciencia y ternura, vienen, como sostiene en Rokiñ, drenando heridas para que no se estanque la memoria, corriendo los velos de los prejuicios. Todo ello fue piedra de toque para mi escritura poética que bebió en esos cauces y quise entretejer mi emoción personal en la urdimbre general del mito y del símbolo.

Los Cantos limayos, sus breves poemas, abrevan en lo vivido y lo aprendido. La contemplación del río Limay, la escucha de su correntada, el pulso de las crecidas, los rastros de la sequía, la especial conversación con la catalpa traían, también, el rumor de otras historias. Recibió mi poesía, de un modo más consciente, la memoria del territorio. La búsqueda en la precisión, en la imagen –escribir, y aquí traigo a Bustriazo, como quien labra la joya oscura o toca piedras enrumoradas– fue una apuesta por la belleza que, en el plano de la anécdota personal, filtró una tristeza extrema y, al mismo tiempo, potenció una apuesta política. La anécdota personal no es menor: esos cantos son una ofrenda para la muerte de mi padre, Pelayo, por eso limay deviene limayo: engarcé en el nombre del río su nombre porque, mientras la escritura del poemario culminaba, caí en la cuenta de que la contemplación del río, las aves, mi interrogación con las plantas convertían la tristeza en luz.

Como cierre de este agradecimiento quisiera compartir estos breves versos:

¿Iney pigeymi am?
¿Quiénes dicen que sos catalpa
y cómo se llama eso que suena entre tus ramas?

¿Iney pigey tami caw?
¿O has nacido sola
acaso
y no tienes más madre que la tierra?

¿Cumten xipantv nyeymy?
¿Cuántos soles, lunas
y catástrofes engrosan
el tronco de tu lengua?

Muchas gracias.

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